La vida y muerte de Gazael

Publicado enero 12, 2024 por @ari_volovich
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(Publicado en Confabulario)

El humo aún no se había disipado del todo cuando los médicos de la ONU entraron en la cuenca para ser testigos de aquel acontecimiento inexplicable. A pesar de que la cabeza de la mujer estaba separada de su cuerpo tras el estallido de un misil aéreo lanzado por el EDI, no podían declararla muerta dado que su pulso seguía intacto. Esto, descubrieron después, se debía a que el corazón del feto latía por sí sólo y con tal fuerza que irrigaba de sangre al de su propia madre. Tardaron largas horas en poder extraer al portentoso germen humano del útero antes de meterlo en la incubadora y llenarlo de los nutrientes protocolarios.  

Los médicos no lograban entender cómo el feto pudo sobrevivir a la muerte de su progenitora. Los resultados que volvieron una semana después del laboratorio de Geneva indicaban que este milagro era fruto de una inusitada simbiosis entre el fósforo blanco y los óvulos de la mártir acribillada, perteneciente a la Jihad Islámica: su madre. Para sumarle más elementos de misterio a este evento, la médico en jefe de la ONU, Eugene Van Shpritz, notó que los testículos del neonato estaban marcados con dos símbolos nítidamente trazados: una estrella de David azul y una media luna roja, respectivamente en cada tanate. 

Naturalmente, el fenómeno no tardó en acaparar la atención de los medios locales e internacionales que operaban en Jan Yunis. El corresponsal de la BBC, obedeciendo la pauta editorial, lo bautizó como “Gazael”. Por más evidente y desafortunado que resultara este apodo, así fue registrado en su acta de nacimiento emitida por la ONU bajo una nacionalidad indefinida.  

El neonato había logrado polarizar a la sociedad palestina e israelí al instante de que su existencia adquiriera una dimensión mediática. Las facciones más fanáticas y puritanas de ambos bandos unieron sus voces para condenar lo que calificaron era una “aberración a las leyes naturales” cuando no “un error de Aquel”. Los enfermeros desechaban cientos de amenazas de muerte diarias que, dicho sea de paso, superaban de lejos las postales y globos que adornaban su habitación.  

Consciente del latente peligro que corría la criatura y dado el cariño que le había tomado, la doctora Van Shpritz se apresuró en falsificar un acta de defunción dirigida a los medios de comunicación y tramitó los papeles de adopción a través del aparato burocrático de la ONU. La condecorada cirujana renunció a su cargo y a su profesión para llevar a Gazael a un lugar seguro: a su natal Rotterdam. A partir de ese momento, Van Shpritz se consagraría de lleno a la tarea de tutelar a la cría hasta que ésta cumplió los seis años de edad, tiempo que, de acuerdo con el criterio de la doctora, era el necesario para que su existencia se haya ganado el desinterés mediático.  

Como era de esperarse, el psicodesarrollo de Gazael tuvo su vasto catálogo de contratiempos. Pasó largos meses en observación en los mejores hospitales de Holanda, bajo la atenta supervisión de su tutora y madre adoptiva. Y es que el infante mostraba claros rasgos de personalidad autodestructiva. Tenía el reflejo, por ejemplo, de golpearse ambas sienes a puño cerrado ante el menor indicio de estrés y una afinidad desmesurada por el peligro. Su amor propio era igualmente proporcional a su baja autoestima: un día podía proclamarse el rey y amo de su salón de clases ante sus compañeros y al otro amanecer en posición fetal debajo de su edredón. 

Este comportamiento se exacerbaba, aunque de manera inconsciente, en ciertas fechas clave del conflicto árabe-israelí. Un ejemplo claro de esto eran los 14 de mayo, día de la independencia israelí y, consecuentemente, del Nakba (la catástrofe) palestino. En estas fechas el comportamiento de Gazael se volvía más errático que de costumbre. Pasaba del júbilo absoluto a la depresión más insondable en un pestañar de ojos. Su ya de por sí marcada ciclotimia se antojaba intratable.  

El primer día de independencia, cuando apenas cumplía un año de edad, Gazael extrajo un bisturí para infligirse heridas en su muslo. En el momento en que la doctora Van Shpritz lo encontró, el neonato estaba sentado en un charco de su propia sangre esbozando una sonrisa por demás turbia mientras que una sola lágrima escurría por su pómulo. Después de todo, la dualidad de su ser sólo podía resultar en un masoquismo innato: su autodestrucción era motivo de dicha y tormento. A partir de ese día, Eugene no tuvo otro remedio más que sujetarlo con un chaleco de fuerza en la referida fecha.  

Además, su mala conducta en el ámbito escolar obligaba a la pobre doctora a presentarse en la oficina del director al menos dos veces por semana. El último incidente le ganó la expulsión de una de las escuelas más incluyentes y tolerantes de Rotterdam. Gazael, tras adueñarse del arenero, proclamando su derecho divino a “esa tierra”, se vio asediado por un grupo de niños quienes lo confrontaron con palos y piedras, lo que resultó en una trifulca que mandó al hospital al hijo del embajador griego con tres costillas rotas y una retina desgarrada.    

A pesar de que apenas cumplía sus 52 años, Eugene tenía el aspecto de una anciana tras doce largos años de haber asumido la maternidad de Gazael. Para sumarle más tormentos a su existencia, la reputación que precedía a su hijo hizo que ninguna escuela en toda la Unión Europea estuviera dispuesta a aceptarlo, lo que orilló a Van Shpritz a hacerse cargo de su tutela nuevamente, renunciando a su consulta privada y a su mermada vida social. A pesar de sus mejores esfuerzos por educar al niño que estaba incursionándose en la temprana adolescencia, todo fue en vano. El espíritu insurrecto e indomable de Gazael lo colocaba en las calles de Rotterdam, donde pasaba sus días robando tiendas departamentales, vandalizando automóviles de los vecindarios más lujosos de la ciudad y peleando con las pandillas callejeras en turno.  

Ya más adentrado en su adolescencia, experimentó un sinfín de descalabros amorosos. Su baja autoestima, sus destellos de grandeza y personalidad autodestructiva, claramente no le rendían buenos frutos en el cuadrilátero romántico. Aunque sí lograba atraer a cierto patrón de chicas con marcadas tendencias suicidas. De los 15 a los 21 apenas sostuvo tres relaciones cortas.  

Fue justo cuando se separó de quien sería su última pareja que sucedió lo inevitable: una patrulla lo sorprendió robando una licorería para encañonar a Gazael quien, lejos de intimidarse, soltó su motín etílico, se acercó al policía con una parsimonia diabólica y hundió sus nudillos en su mentón. El agente que permanecía de pie pidió apoyó y pronto Gazael estaba rodeado de los esbirros de la Ley quienes lo apaleaban sin piedad sobre el pavimento. Los videos que los transeúntes subieron a las redes sociales se viralizaron enseguida. Gazael se mostraba con la misma sonrisa insana que vio su madre con horror aquel 14 de mayo, cuando éste apenas tenía un año de edad, evidenciando así el hecho de que su instinto autodestructivo rozaba con lo erógeno.  

Van Shpritz entró a toda prisa a la habitación del hospital donde su hijo yacía en un coma de primer grado, justo cuando el médico de guardia pasaba su linterna para buscar una reacción en los ojos color oliva de Gazael. Eugene despidió al doctor y se sentó al lado de su hijo para acariciar su rala cabellera negra. Pasó sus dedos largos por su semblante y su marcada barbilla partida.  

Los pronósticos variaban según los médicos, pero Eugene sabía que podrían pasar meses sino años antes de que su hijo recuperara la conciencia y que, en el mejor escenario posible, saldría con un daño cerebral manejable. Descorazonada e impotente, la doctora se sumió en una profunda depresión que la mantuvo aislada del ojo público durante los dos años que precedieron al siguiente suceso relevante. 

Ya sea por un azar del destino o por mera casualidad, el nuevo enfermero a cargo de la higiene de Gazael era originario de Jan Yunis. En cuanto éste se dispuso a cambiarle el pañal, notó los símbolos que tenía marcados en sus testículos y se acordó de aquel reportaje que circuló años atrás. No tardó en filtrar su hallazgo y en menos de una hora un equipo de Al-Jazeera ya se encontraba en las inmediaciones de la habitación para cubrir una historia que había permanecido soterrada en el olvido. El sonriente corresponsal señalaba los testículos de Gazael para dar la orden al camarógrafo de enfocar la estrella de David y la media luna que, dicho sea de paso, no habían perdido nitidez con el transcurso de los años; por el contrario, sus colores se antojaban más vivos que nunca, casi radiantes.  

En cuanto la noticia impactó el Medio Oriente, los zelotes colonos y los extremistas islámicos exigieron la cabeza de Gazael y la de su madre, por haber ocultado esta “aberración del Creador”. Asimismo, las manifestaciones de árabes e israelíes que se postraron frente a la entrada del hospital cubrían toda la manzana.  

En cuanto Eugene Van Shpritz se enteró de lo sucedido, despertó de su letargo y viajó al hospital con el objetivo de proteger a su hijo de los medios y del tumulto de manifestantes. Mientras intentaba abrirse el paso entre la multitud, algunos lograron identificarla y señalarla. La primera piedra lanzada pegó justo en el centro de la frente de Eugene, quien presionó su dedo índice contra el punto del impacto para acercarlo a sus ojos y ver la sangre de cerca. Siquiera antes de lograr procesar lo que había ocurrido, los manifestantes ya habían logrado cubrir la humanidad de la buena doctora con rocas. 

Esto último dio luz verde a la intervención de la policía para esparcir a la multitud y arrestar a los responsables. El parlamento holandés ordenó el envío de agentes del servicio secreto para custodiar el hospital. No obstante, una célula del Mosad había logrado burlar los filtros de seguridad para trasladar a Gazael al Instituto Weizman en Rehovot, Israel, con la intención de estudiar su ADN y así poder explicar cómo un arma diseñada para matar terminó inseminando una vida indeseada.  

El cuerpo inanimado de Gazael pasó por una serie de pruebas exhaustivas cuyo objetivo era separar la información genética de su madre biológica de la del fósforo blanco para intentar descifrar así lo indescifrable. Sobra decir que los análisis no arrojaron conclusiones contundentes. El genetista a cargo del estudio adjudicó ese “milagro” a un “error divino”.  

Al margen de la frustración por los resultados inconclusos, decidieron conservar a Gazael en las instalaciones del Instituto con la esperanza de que volviera del coma y así poder interrogar su aspecto neurológico, psicoafectivo y, naturalmente, cuestionar sus posturas ideológicas. No obstante, pasaron los meses y el vástago de la guerra permanecía en las profundidades insondables de su inconciencia. Este hecho no impidió que el 14 de mayo, una lágrima solitaria brotara de su ojo izquierdo acompañada de una erección que crecía simultáneamente debajo de las sábanas. 

No fue sino hasta dos años después que Gazael despertó de su largo sueño. Lamentablemente para los médicos y afortunadamente para él, volvió al mundo de los vivos con un profundo cuadro amnésico, mismo que le impedía recordar sus orígenes y, por ende, sofocaba sus crisis de identidad congénitas. Por vez primera, pudo experimentar el amor propio y la alegría de vivir a pesar de su raída condición física después de casi tres años de inmovilidad absoluta.  

Tras varios meses de fisioterapia, Gazael logró recuperar su estado, aunque su memoria seguía en constante deterioro. El único recuerdo que seguía intacto era el de su madre. A pesar de que sus médicos le informaron de su muerte en incontables ocasiones, Gazael  olvidaba este hecho enseguida.  

Ya sea por inocencia o por efecto de su temprana senilidad, accedió a dar una entrevista a un periodista del noticiero más visto en Israel y Palestina, en donde su tibieza y nula postura política frente al conflicto generó una enorme indignación en las facciones fanáticas de ambos bandos quienes se apuraron en calificarlo de traidor de sus respectivas causas.  

Las amenazas de muerte volvieron a acechar su disminuida persona, aunque Gazael permanecía en un estado de despreocupación inalterable, amparado en la placides desmemoriada. 

El Instituto Weizman decidió darlo de alta al asumir que había perdido todo valor científico y, por ende, no había ningún sentido retenerlo en sus instalaciones, mucho menos considerando la peligrosa atención que atraía su presencia. 

Y así, sin más, con un pequeño bolso de cuero negro que contenía una muda de ropa, un pijama y un cepillo de dientes, Gazael de pronto se encontraba parado en la acera afuera del Instituto. Siquiera antes de que lograra dilucidar un rumbo a su vida, los neumáticos de un Jeep militar se derraparon en el pavimento hasta detenerse frente a él. Dos soldados saltaron del vehículo y condujeron a un pasivo Gazael al asiento trasero en medio de ambos y el conductor arrancó enseguida. Las órdenes habían llegado de los altos mandos. Gazael había sido declarado persona non grata en Israel y debía ser depositado en Gaza.  

Un voluminoso convoy de tanques de guerra custodiaba al Jeep desde su entrada a Gaza hasta llegar al cráter donde los médicos de la ONU lo habían extraído del vientre de su difunta madre años atrás. Bajó del vehículo junto a los soldados quienes lo condujeron al interior del cráter que le dio vida. Dócil y sonriente, Gazael se despidió de los soldados y de los tanques que desaparecieron detrás de una espesa estela de tierra y humo.  

Permaneció inmóvil y sin soltar el bolso de su mano, estudiando su entorno con la mirada cuando de pronto sintió un intenso hormigueo que ascendía de las palmas de sus pies hasta su cabeza. Sin experimentar ningún tipo de dolor físico, su cuerpo se pulverizó y se desvaneció como la arena para desintegrarse y esparcirse sobre la tierra amarilla de su útero antinatural. El Hamás y el Gobierno israelí se apresuraron en adjudicarse la responsabilidad de su inexistencia, tan repentina e inexplicable como su propio nacimiento.

Visa crucis: el eterno camino a Disneylandia

Publicado noviembre 10, 2023 por @ari_volovich
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(publicado en Nexos)

Viernes 8 de septiembre de 2023  

12:30  

Tras casi dos años de espera, de desembolsar una suma importante de dinero en los pasajes, hospedaje e insumos, de atravesar por el calvario que supone el transporte aéreo moderno en términos generales y, específicamente, con una infante en brazos, del derroche de tiempo y del desgaste emocional que esto implica, estoy al fin formado dentro de las inmediaciones del Centro de Atención a Solicitantes (de visas estadounidenses) de Tijuana.  

Los tres ventiladores esparcidos al interior del espacio hacen poco más que nada para revolver los 32 grados centígrados. Con el lento transcurrir de los minutos comienzo a sospechar que la falta de acondicionamiento en la sala es una prueba de carácter premeditada por el tío Sam, una suerte de elemento añadido para buscar doblegarnos, de sacarnos de nuestras casillas y así exponer nuestras verdaderas intenciones que, son, claramente, saquear los bienes del imperio.   

No hay indicio de una sola autoridad angloparlante en las inmediaciones del CAS, sólo se ve a los acomodadores mexicanos adiestrados en esa infumable amabilidad impersonal del oficialismo gringo, quienes extienden las indicaciones que reciben en sus auriculares a todas las almas en penitencia que nos sometimos voluntariamente a esta denigrante hazaña.  

Las miradas de los aplicantes se estudian entre sí, la mía incluida, para hacer gala del dilecto y olímpico juego del prejuicio basado únicamente en la apariencia del otro. Si bien los atuendos varían de acuerdo con la noción estética que cada uno tiene de la buena presencia, casi todos buscan comunicar lo mismo: la esencia inofensiva del aplicante y ocultar cualquier indicio de una posible animadversión hacia Estados Unidos. Logro detectar al menos cinco patrones predominantes en los aplicantes que catalogo de la siguiente manera: 1. El aficionado incondicional: éste supone, erróneamente, lograr complacer a los sinodales consulares usando algún jersey de Equis o Ye equipo de la NBA o la NFL. 2. El gran emprendedor, de pantalón y traje ajustados, generalmente azulados, y un corte de cabello y mirada agudas: éste busca proyectar un inquebrantable espíritu de ambición adaptable al imprevisible comportamiento del capitalismo. 3. El Forrest Gump: este aplicante se caracteriza por vestir prendas tonos pastel y camisa a cuadros perfectamente fajada dentro de sus pantalones caquis, quien, naturalmente, intenta resaltar las cualidades del buen samaritano. 4. La secretaria dinámica, vestida con camisa escotada de grabados varios, seis capas de maquillaje, el pelo perfectamente sujetado, pantalón negro de corte unisex y con los documentos perfectamente ordenados. La quinta es mi categoría predilecta: El valeverga atómica. Este aplicante viste con las primeras prendas que encontró a la mano y su rostro no busca ni está mínimamente interesado en ocultar su mal genio. Dicho sea de paso que quienes pertenecen a esta categoría son los únicos que osan quejarse del calor en la sala, por la revisión a la entrada y por los largos tiempos de espera. La mía entraría en una categoría aparte, la del pequeño burgués: pants negros y camiseta blanca que, a su vez, buscan transmitir la idea, falsa a todas luces, de que el solicitante en cuestión sabe que sólo vino para llevar a cabo un trámite consumado por antonomasia.  

13:00 

Mis ojos se detienen unos instantes en la humanidad de una pareja de forrest gumps septuagenarios quienes acatan cada una de las indicaciones de los acomodadores con la misma docilidad aterrada que caracteriza a los niños norcoreanos, para así, formarse en una de las tres hileras que son la última escala antes de sentarse en la ventanilla de vidrio reforzado frente a los agentes del CAS. Veo la obediencia milimétrica de su lenguaje corporal y pienso que no hay nada más indigno que estar sujeto a la voluntad de los burócratas. 

13:10 

El calor cobra su primera víctima. Una gota de sudor emerge entre las capas de base para formarse en el centro de la frente de una secretaria dinámica que se encuentra frente a mí. La gota se escurre lentamente por los pliegues de su ceño hasta caer y estrellarse en su escote beige con estampado de rosas para mancillar su atuendo otrora inmaculado. Notablemente molesta, intenta limpiar la mancha inútilmente, frotándola con sus dedos y vuelve la mirada al frente con una mueca de disgusto. El valeverga atómica que se encuentra delante de ella en la fila observa aquel micro acontecimiento con desdén, la barre con la mirada y le ofrece una sonrisa burlona. 

13:25 

Todos los agentes estadounidenses del CAS se encuentran tras bambalinas. Sería más factible avistar al maravilloso mago de OZ que a un angloparlante nativo.  

13:26  

Paso a la ventanilla, entrego los documentos a la funcionaria consular mexicana que se limita a preguntarme si vine para una renovación o con la finalidad de tramitar una visa nueva. “Perdí la anterior aunque ya había vencido en 2015”, le confieso, “y tras la victoria de Trump francamente perdí también el interés de volver a poner pie en esa pocilga glorificada”, callo. Entonces, según me corrige, es para una primera vez y pide registrar mis huellas dactilares en el scanner para luego posar para la cámara con una sonrisa sutil que se forma mientras me imagino recorriendo alegremente el camino de las baldosas amarillas en busca de un corazón, cuando no de un cerebro hidratado tras hora y media de escrutinio burocrático. 

Finalmente, ésta me recuerda de la cita pendiente que tengo en el consulado estadounidense el siguiente lunes para una entrevista exhaustiva. Me devuelve los pasaportes con la hora exacta de la cita marcada con plumón rojo y salgo del edificio aliviado por haber concluido con la parte más engorrosa de mi vía crucis.  

Observo el desfile de portentosas trocas y furgonetas que surcan la avenida emitiendo los corridos tumbados en boga bajo un sol abrasador, a los vendedores de raspados, a las infinitas casas de cambio que anuncian implícitamente la cercanía a la hegemonía dolarizada, a los familiares de los aplicantes que aguardan sentados en las escaleras del complejo con los semblantes inquietos, como sucede cuando las expectativas se ven trastocadas por la probabilidad. Un sujeto negro de pantalones de mezclilla rasgados y con el torso completamente desnudo pasa frente a nosotros con un cartel que anuncia su condición de migrante centroamericano. Nos observa de reojo con una sonrisa maliciosa, insinuando, acertadamente, que el infierno, al igual que todo en este universo, es relativo y que sus escalas son insondables. 

Lunes 8:45 

Reviso con detenimiento todos los documentos que reuní para la esperada entrevista: estados de cuenta míos y de mi mujer (con los primeros apenas pudiera aspirar a obtener la visa a Yemen), su cédula profesional, la constancia del pediatra, originales y copias del acta de nacimiento de mi hija, su CURP, su pasaporte con dos fotos, mis escuetos intercambios monetarios con las editoriales, ejemplares físicos de mis libros, constancias de los medios de comunicación en los que colaboro, un recibo que valide mi seguro médico, afiliación al ISSSTE, contrato de arrendamiento, comprobantes de domicilio, licencia de conducir, credencial del INE, copia de la tarjeta de circulación, factura del auto, entre un sinfín de documentos que, por amabilidad al lector, omitiré en este punto. 

A petición de mi mujer y a regañadientes, me visto con un atuendo que cabe de lleno en la categoría de los forrest gumps. “Acuérdate de lo que hablamos, sólo quieres la visa para poder llevar a tu hija a Disneylandia”, me repite con una seriedad cabal y por enésima vez antes de pedir el Uber. 

9:45 

Una vez que atravieso los filtros de seguridad del consulado, me detengo un instante para contemplar la bandera de las barras y las estrellas que ondea en lo alto del cielo tijuanense y me vienen a la mente todas las acepciones negativas que yacen detrás de ese símbolo trillado para afianzar el folder en mi axila y acelerar el paso. 

Siquiera antes de poner el segundo pie en el vestíbulo consular, la acomodadora ya me señala dónde debo formarme. A excepción de una que otra secretaria dinámica y a diferencia del CAS, sólo habemos forrest gumps al interior de la sala, muchas familias entre nosotros, y ningún valeverga atómiga a la vista. En la parte superior y a los costados de los números de las ventanillas de vidrio reforzado donde tantos sueños colisionan, hay dos imágenes: una de la Estatua de la libertad y otra del capitolio washingtoniano, como emblemas universalmente asociados al líder del mundo libre. 

Sólo logro ver a dos de los tres agentes consulares detrás de las ventanillas que se encuentran operando: un hombre cuarentón regordete de mirada simpática y una mujer de origen chino a finales de sus treinta. El agente restante queda fuera de mi campo visual, pero su voz grave y severa, como la de una deidad abrahámica, retumba en toda la sala. “A qué se dedica”, pregunta una y otra vez a los aspirantes en turno. “Soy dueño de una comercializadora de neumáticos”… “Yo soy maestra de bachillerato”… “Tengo una empresa de electrodomésticos”… “Estudio ingeniería física en el TEC”, responden respectivamente los cuatro aspirantes que logro escuchar desde la fila en el lapso de quince minutos. La pregunta siguiente es invariablemente la misma: “¿Por qué quiere usted una visa para entrar a Estados Unidos?”. Mientras más larga y elaborada la respuesta, mayor la batería de preguntas consiguientes y, por ende, la probabilidad de trastabillar. Dos de los aplicantes son rechazados por los veredictos de la voz invisible: el empresario de electrodomésticos y la maestra de bachillerato. Sus semblantes se descomponen al instante y se limitan a preguntar el porqué. La respuesta en ambos casos es de índole retórica: “No se preocupe, puede volver a aplicar en el futuro”. 

Las ventanillas van cobrando vida con cada testimonio que, dicho sea de paso, es claramente audible por todos los solicitantes que nos agolpamos detrás del listón negro que serpentea la sala en su simétrica silueta laberíntica, añadiendo un matiz más de indignidad a todo el trámite.  

El cuarentón regordete entrevista a una familia originaria de Guanajuato. El relato de la madre es desgarrador. Su marido, el padre de los dos hijos adolescentes que la acompañan, fue asesinado en prisión, dejándolos aún más desamparados. Por su parte, la agente china-estadounidense entrevista a una familia zacatecana con una voz y mirada metálicas que enfatizan su aspecto de Alta Perra. La abuela estalla en llanto tras escuchar la deliberación. “Pero necesito ver a mi hijito, no lo he visto en más de veinte años. Tenga piedad”, suplica y se arropa en el abrazo de su hija. La Alta Perra se limita a comunicarle con los ojos a uno de los acomodadores para que retire a la familia de su ventanilla, antes de despachar a sus siguientes víctimas. 

Tras atestiguar esto último, empiezo a perder el interés en formar parte de este circo ruin y desistir de tan ruinosa empresa para dar rienda suelta a una diatriba interna que crece de manera exponencial desde la boca de mi estómago. ¡¿¡Vienen aquí a restregarnos su falsa superioridad moral con su puta estatuilla de la libertad y a esa pocilga capitalina que ha albergado a generaciones de gólems sanguinarios!?! ¡¡¡Hipócritas de mierda!!! No nos hagamos pendejos, históricamente hablando, les han dado asilo a los inmigrantes en turno sólo porque le convenía a su proyecto de Nación y no gracias a su supuesto espíritu filantrópico y misericordioso. ¿Líderes del mundo libre?, si son de los pocos países occidentales que en pleno siglo XXI siguen penalizando el aborto y que ejecutan la pena de muerte, por no hablar de su fundamentalismo religioso, ese mismo que malvive en una buena parte de su población de ignorantes endogámicos con ínfulas de evangelizadores mundiales.  

Intento recobrar la compostura. Respiro hondo y acerco a los ojos el formato donde la fotografía de mi hija pende de un clip para recobrar toda la serenidad posible. Me invade un nuevo aire de esperanza. Hago un recuento de los Philip Roths, de los Lou Reeds, los Jon Stewarts, los Truman Capotes y Bob Dylans, de las Patricia Highsmiths, los Woody Allens y las Joyce Carol Oats, como tantos otros grandes exponentes culturales que fueron criados en el seno de la superpotencia en cuestión, a la vez que hago memoria y reconozco para mis adentros que el trato de México hacia los migrantes centroamericanos (a los pobres, pues) es infrahumano e infinitamente menos digno que el de EU; vamos, que el Gobierno mexicano desprecia a sus propios ciudadanos (pobres); asumo, también, el hecho de que el Estado israelí tiene a todo un pueblo bajo su yugo asfixiante durante más de seis décadas y que, en resumidas cuentas, todos los países del mundo son producto de divisiones y conflictos tribales, que las naciones no son más que una expresión magnificada de los aspectos más ruines de nuestra especie. 

10:40 

El acomodador me indica que ha llegado mi turno y me invade un gran alivio al corroborar que el cuarentón regordete será mi entrevistador. Justo a tiempo, suspiro, a la vez que siento cómo todas mis bestias han vuelto a sus respectivas aposentos. El agente consular me da la cordial bienvenida mientras inspecciona mis documentos y se dirige a mí en inglés tras corroborar mi doble nacionalidad. Intentó esbozar una sonrisa casual.  

–¿A qué te dedicas? 

–Soy escritor y periodista –respondo y carraspeo la garganta para agregar inmediatamente que el verdadero sostén de la familia es mi mujer. 

–Ya veo. ¿Cuándo fue la última vez que visitaste Israel?  

–Hace unos trece años aproximadamente. 

–Yo tengo familia en Ramala –confiesa en un tono afable–, de hecho, somos terratenientes. 

“Oh, dulce ironía”, pienso, “mi destino migratorio está en manos de un palestino”. La entrevista pronto adquiere un aspecto de charla amistosa entre humus sapiens

–Y dime, ¿cómo haces para llegar a Ramala? ¿Tienes un permiso especial para aterrizar en Ben-Gurión? ¿Te dejan pasar sin problemas? 

–Claro que desde que tengo este cargo no tienen otro remedio más que facilitarme el acceso– me dice en un tono desenfadado y con una sonrisa cálida. 

–Siento que te hayan hecho pasar un mal rato, amigo. Es una situación por demás vergonzosa e indignante –le respondo con franca sinceridad. 

–No hay de qué disculparse. ¿Piensas ir a visitar pronto? Yo viajo en tres semanas. 

–No creo volver a esa teocracia en un buen rato –le digo con una sonrisa amarga–, aunque estaría dispuesto a reconsiderar mis reservas para con el sionismo con tal de comerme un shawarma bañado de humus. 

–Dime –pregunta entre risas y sólo para seguir el protocolo consular–, ¿para qué quieres la visa? 

–En realidad, sólo para poder llevar a mi hija a Disneylandia en un futuro. 

–Claro, claro –asiente.  

Y así sin más, sin pedirme un solo papel del voluminoso tomo de datos impersonales que reuní para la ocasión, sella los documentos y los desliza debajo de la ventanilla.  

–Ha sido un verdadero placer conocerte, señor–, agrega. 

Shukran, habibi. 

Afuan –me responde juntando sus palmas a modo de agradecimiento. 

11:05 

Salgo del consulado levitando por el camino de las baldosas grises como una Dorothy emancipada por su renovada fe en la humanidad, completamente incrédulo por mi buena suerte. No obstante, mi estado de placidez no tarda en verse truncado por la escena de una familia que permanece sentada en los escalones donde termina el consulado, en un abrazo colectivo y con los rostros húmedos y trastocados por la desolación, todos ellos seguramente más merecedores y necesitados de una visa que éste quien les escribe estas líneas, para constatar una vez más, si es que cabe, el hecho de que la justicia no es más que un delirio pregonado por los poderosos.  

Saco del folder el talón amarillo que certifica la aprobación de mi visa y me viene a la mente aquella máxima inmortal de Groucho Marx: “Nunca pertenecería a un club que me admitiera como socio”. 

El ocaso de Elvis

Publicado octubre 16, 2023 por @ari_volovich
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(Publicado en Confabulario)

El alambre de púas hizo un corte profundo en su barbilla que comenzó a sangrar profusamente. Apretó la herida con las palmas de sus manos y siguió con la mirada las gotas que caían sobre su pecho y escurrían por su cuerpo desnudo. Observó cómo éstas caían sobre sus pies descalzos que estrujaban el fango bajo el manto de aquella noche lluviosa. “No hay libertad sin sangre”, pensó a la vez que observaba por primera vez la luna y enseguida escuchó el zumbido de una bala que pasó demasiado cerca de su oído. El guardia se había percatado de su fuga y había hecho sonar la alarma. Todos los reflectores de los Estudios Disney de pronto estaban puestos sobre él. Corrió sin chistar para refugiarse en un galpón oscuro de una fábrica de textiles abandonada y, con una mano temblosa, logró, aunque a duras penas, pedir auxilio a la línea SOS de Rescate Animal.  

La furgoneta no tardó en interceptarlo para dejarlo en las puertas del Cedars-Sinai. Tras percatarse de que sus secuelas obedecían más a una cuestión psicológica que física, los internistas posteriormente lo refirieron al Hospital Psiquiátrico de Los Ángeles, donde recibió un potente coctel de benzodiazepinas. Pasó las siguientes 24 horas en el feudo onírico, aunque sin lograr esbozar un solo sueño. Cuando recobró la conciencia, se sentía igualmente cansado y errático que la noche anterior. Un enfermero robusto entró a su habitación y lo llevo en brazos hasta el consultorio del psiquiatra en guardia. Antes de que éste cerrara la puerta detrás de él y a pesar de su deteriorada salud mental, el macaco tuvo la delicadeza de agradecerle a Bryce por su actitud servicial: después de todo, era un macaco con modales, educado por los mejores tutores del condado.  

Recargó sus codos en la mesa blanca y sostuvo su frente con las palmas de sus manos mientras esperaba al médico. No conseguía centrar su cabeza en un solo pensamiento coherente. Sus ideas se pisoteaban entre sí. Se sentía irritable y al borde del colapso. El mismo enfermero volvió al poco tiempo para administrarle una inyección que, lejos de tumbarlo, le ayudó a enfocarse y a recobrar un atisbo de cordura.  

Un médico bien asentado en sus cuarenta, de cabellera, barbas y gafas pelirrojas, entró en el consultorio. “Buenas noches, soy el doctor Cranston”, pronunció con una sonrisa calculada dirigida al disminuido macaco antes de tomar asiento frente a él. “Elvis”, alcanzó a balbucear el paciente en un tono apenas audible y enseguida pasó sus dedos por las suturas que mantenían unida su barbilla lacerada. 

–¿Le parece bien si comenzamos? 

–Más vale. No tiene sentido postergar este infierno. 

–¿A qué infierno se refiere? 

– A la vida, a esta perra existencia. 

–Podría indicarme su edad y ocupación –preguntó el médico con una amabilidad seca a la vez que estudiaba el informe médico.  

Elvis carraspeó la garganta tapando su hocico con el puño.  

–Nueve años en julio, aproximadamente. Me dedico; dedicaba, mejor dicho, a la actuación – replicó con una voz metálica y observó con el rabillo de su ojo el temblor que crecía en su mano izquierda. 

–Interesante. ¿Alguna película que haya visto? 

–Lo dudo mucho. Solía protagonizar un programa para niños, El universo de Elvis. ¿Le suena? 

El médico negó con una sonrisa condescendiente y anotó algo en su libreta. 

–¿Me podría decir en dónde estamos? 

–En el Hospital Psiquiátrico de Los Ángeles –aseveró Elvis, un tanto molesto por la pregunta–, mi primo Davis nació y falleció aquí mismo en los laboratorios. El presidente es Biden, la quinoa está en boga y el universo sigue siendo indiferente. Vamos, doc, estaré en malas condiciones pero no estoy loco. 

Cranston hizo caso omiso de la aclaración de Elvis y volvió a esbozar unas líneas en su libreta. 

–¿Tiene algún antecedente familiar de trastorno mental? 

–Me es difícil saber si tengo una predisposición genética, si acaso es lo que está insinuando, dado que los humanos se han encargado de desquiciar a cada uno de mis ancestros mucho antes de que pudiera detonarse alguna locura por sí sola, de manera natural.     

–Ya veo –asintió el doctor. Según su entendimiento, ¿por qué está aquí, en un instituto mental? 

–Hmmm, quiero pensar que ocho años de esclavitud y tortura sistemática al servicio de la industria del entretenimiento infantil me han arrebatado el sosiego característico del buen cristiano. 

–¿Es usted cristiano? 

–Vamos, doc, tan sólo es una expresión, le ruego no sea tan literal. No profeso ninguna religión. El calvario al que somos sometidos los animales del showbiz, al menos en lo que respecta a la industria Disney, te orilla a dos alternativas, como sucede en el sistema penitenciario: o encuentras a Cristo o refuerzas tu ateísmo. No soy dado al pensamiento mágico, aunque créame que me gustaría poder refugiarme en la ficción. 

–¿Alguna vez se ha sentido disociado de la realidad?  

–Hmmm. Dado que la realidad es un constructo mental y de que cada cabeza es un mundo, pensar que hay una sola supone una terrible imposición, ¿no le parece? En ese sentido, ¿quién está para decidir cuál es la realidad? Me resulta una pregunta un tanto abstracta y sesgada. 

El semblante del doctor Cranston adquirió un tono serio mientras agregaba unas líneas más a su libreta. Elvis percibió una mejora en su estado anímico, se sentía menos errático. Los medicamentos estaban surtiendo efecto. 

–¿Sabe por qué lo trajeron aquí? 

–No es ningún misterio. Soy una bestia vulnerada, una víctima del abuso laboral y del terrorismo psicológico. 

–¿Sería tan amable de desarrollar un poco más al respecto? 

–A ver si esto le sirve para fines contextuales. Me arrebataron de los brazos de mi madre antes de cumplir el año de nacido, me arrojaron adentro de una celda junto a Cloe y Jimbo, una caniche y un chimpancé, respectivamente, donde pasé los ocho años de mi cautiverio sin ver un rayo solar, recibiendo descargas eléctricas cada vez que comunicaba alguna queja, ya sea por el mal estado de la comida, el tema higiénico o cuando no acataba las órdenes del entrenador. De hecho, Cloe no resistió el castigo, sus órganos sufrieron una hemorragia debido a la sobredosis de voltaje y murió ahogada en su propio vómito tras largos minutos de convulsiones desatendidas. Dejó diez huérfanos que, dicho sea de paso, también eran y siguen siendo propiedad de los Estudios Disney.  

–Continúe, por favor –suplicó el doctor, sin inmutarse por el oscuro relato de su paciente. 

–Jimbo y yo sobrevivimos gracias a la contención mutua. El primer día en el set fue una especie de bendición para ambos, ya que el representante sindical obligaba al entrenador y al director, un junior engreído recién egresado de Columbia, a tratarnos con una dignidad protocolaria. No sabe cuánto disfrutaba en secreto de su cordialidad forzada cada vez que pajareábamos o nos salíamos del guión para forzar otra toma. Claro, este placer no pasaba desapercibido por Butch quien nos pasaba factura una vez que se enfriaban los reflectores. 

–¿Butch era el entrenador o el director? Cuénteme un poco de él –exigió Cranston simulando empatía. 

–¿Quiere saber de Butch? Ese miserable no tiene perdón de Dios. Era un texano cincuentón incapaz de expresar o experimentar una emoción propia de los mamíferos. Un tipo tan sádico como inexorable. Es el entrenador en jefe de Disney desde que tengo memoria. Como le comentaba y para arrojarle algo de luz al perfil psicológico de ese psicópata evangelista, una vez que nos echaban bajo llave, el malnacido nos propinaba descargas eléctricas en los tanates, una por cada escena errada. Además de todo, nos privaba del sueño y de nuestras raciones de comida por cualquier guiño de insubordinación. De nada servían nuestras súplicas; por el contrario, le producían un placer que rozaba con lo erótico. Jimbo desarrolló un tartamudeo incurable; un tartamudeo que, dicho sea de paso, le costó la carrera y, consecuentemente, la vida. Su corazón no pudo soportar los castigos de Butch. Falleció el año pasado de un paro cardiaco y fue reemplazado por Candy, la menor de los cinco huérfanos que dejó detrás de él. 

Una vez pronunciadas estas palabras, Elvis pudo sentir la verdadera dimensión de su tragedia y quebró en un llanto inconsolable. El doctor Cranston se limitó a extenderle una caja de Kleenex. Elvis tomó un pañuelo e hizo lo posible por recobrar su compostura.   

–¿Qué opinión le merecen los humanos a raíz de su experiencia? –preguntó el doctor sin vacilar. 

–Creo que mi opinión es bastante predecible, doc. ¿Qué quiere escuchar?, ¿que el ser humano es el único animal que lucra con el sufrimiento ajeno?, ¿que es una criatura inconmensurablemente cruel, una bestia rapaz dispuesta a cometer cualquier atrocidad con la finalidad de entretenerse y así, olvidar, aunque sea de a momentos, el hecho de que es un ser finito a la merced de un mundo impredecible? Sí, el hombre es todo eso y más. Su avaricia lo ha condenado a la autodestrucción; lamentablemente, esa condena se extiende al resto de los seres vivos. No somos más que daño colateral, víctimas de una especie sin remedio. Les gusta jactarse de su sentido de la justicia, pero son la única especie que trasgrede esa línea imaginaria de manera premeditada. Su maldad responde a una inercia epigenética, a una rama torcida desde sus raíces. Han inventado a sus propios dioses y mesías porque bien saben en el fondo que no tienen salvación y que ninguna otra entidad o criatura real estaría dispuesta a perdonar su paso por esta tierra.  

El doctor se quitó las gafas y puso a un lado su libreta para acariciar su barba rojiza.  

–¿Usted alberga algún sentimiento de venganza? 

–¿Venganza? La venganza es otro invento exclusivo de los humanos. Es producto de un delirio, de la idea errónea de que existe una especie de equilibrio universal que, oh casualidad, es determinado por ustedes mismos. Vaya soberbia, doc, ¿no le parece? No, lo único que busco a estas instancias de mi vida es el sosiego. ¡Madre de mi alma, salva a tu pobre hijo! ¡Derrama una lágrima sobre su cabeza enferma!   

–Eso último es de Gógol, ¿no es así? 

–¿Me va a acusar de plagio, doc? Ya todo está dicho, no me venga con nimiedades, ni intente apantallarme con su cultura. ¿Quería saber si busco vengarme de su especie? No, no hace falta, para eso está su propio instinto autodestructivo. 

–No tiene por qué ofenderme –replicó Cranston con un falsete en la voz.  

–No se lo tome tan personal, señor Cranston, mi desdén es hacia su especie y no para con su persona. Ya no los percibo como individuos sino como parte de un ininterrumpido error evolutivo. Ni siquiera el malparido de Butch merece un segundo de mi pensamiento. 

–Lo noto un tanto irritable. 

–¡Pero cómo se supone que voy a estar, palurdo!  

–Eso sonó personal. 

–Y es que su imbecilidad es única, licenciado, por no decir sobresaliente. 

El doctor Cranston deslizó discretamente su mano para presionar un botón ubicado debajo de la mesa y el Bryce llegó al poco tiempo con una jeringa en la mano. Elvis estaba tan enfrascado en sus tormentos personales que no se percató de su presencia hasta que sintió el pinchazo en el cuello.  

Cuando Elvis despertó se encontraba en su antigua celda, con las manos y pies atadas a los extremos de su litera oxidada. El viejo Butch estaba plantado frente a él sosteniendo un taser y lanzaba descargas eléctricas al aire en lo que formaba parte de su ritual sádico para infundir miedo a sus víctimas. En el momento justo cuando Butch estaba a punto de descargar su taser en la humanidad de Elvis, éste despertó pegando un grito que atravesó las gruesas paredes de su habitación, llamando la atención del enfermero. Bryce entró para revisar los signos de su paciente antes de volver a integrarse al flujo del personal médico que surcaba la ventana de Elvis cual saetas endemoniadas bajo el fondo sonoro de los Nocturnos de Chopin.  

Elvis se quedó observando las grietas del techo que, al menos a su parecer, formaban la figura del emblemático castillo Disney y se acordó de Jimbo y de su triste destino. Las lágrimas brotaban de sus ojos por sí solas, pero su semblante permanecía calmo. Bryce volvió con una copa de plástico traslúcida repleta de píldoras variopintas. Elvis las tragó sin reparos y sus pupilas se tornaron en dos supernovas negras. Observó al enfermero en silencio: su rubia cabellera engominada, sus inexpresivos ojos celestes y esa aburrida silueta cuadrada de su cuerpo; de pronto cayó en cuenta de las similitudes físicas entre el enfermero y Butch. Antes de poder cultivar ese pensamiento, Bryce ya lo había tomado en brazos para llevarlo al consultorio del doctor Cranston, quien recibió a Elvis con la misma amabilidad genérica que en la primera entrevista. 

–Veo que se encuentra de mejor ánimo, lo noto menos irritable –señaló Cranston sin malicia en su voz. 

Elvis permaneció boquiabierto, parpadeó y depositó su mirada en la nariz pelirroja y amorfa del doctor que se contorsionaba y arrugaba como un salchichón polaco cada vez que éste mascullaba una nueva tanda de palabras. Cranston no reparó en el silencio de Elvis y continuó: 

–Bien, pues estamos de vuelta aquí dado que nuestra entrevista previa fue interrumpida de manera abrupta.  

Elvis miró al doctor a los ojos y esbozó una sonrisa burlona. Cranston, con un rostro consternado, sacó una diminuta linterna del bolsillo de su bata e inspeccionó las pupilas catatónicas de su paciente. Le ofreció una disculpa y salió a toda prisa del consultorio. Elvis permaneció sonriente, inalterado, jugando con las suturas de su barbilla y observando su entorno sin ver nada determinado, absorto en la inmensidad blanca de las paredes. Escuchó la enérgica reprimenda de Cranston a Bryce, aunque sólo lograba apreciar las fluctuaciones de los tonos de voz opacados por la puerta. El doctor entró en el consultorio y se sentó frente a él para ofrecerle una sonrisa condescendiente. Bryce hizo lo propio al cabo de un minuto con una jeringa que perforó el cuello de Elvis. Sus pupilas se contrajeron de súbito y su alma, lamentablemente, volvió a su cuerpo.  

–Ya me tiene de vuelta, doc –aseguró Elvis con una voz punzocortante. Dígame para qué soy bueno.  

–Me alegra verlo atento nuevamente. Como le decía hace unos instantes, nuestra previa entrevista…   

–Permítame interrumpirlo aquí, doc. Convengamos que la entrevista anterior terminó porque usted no tiene piel para tolerar la crítica. No le gusta que nadie toque su estrado etéreo, ese púlpito desde donde pasa la vida entera fungiendo como juez y predicador de la higiene mental. ¿Qué sabe usted de los infiernos terrenales por los que atravesamos los mortales? ¿Dónde está esa realidad que usted ve con tanta claridad? Me arrebataron de los brazos de mi madre, me torturaron de manera sistemática durante ocho largos años, asesinaron a todos mis amigos y a todos mis seres queridos, y todo en nombre de qué, ¡del puto espectáculo!, ¡para saciar los caprichos egocentristas de vuestra especie!… ¿cuál es la realidad en la que quiere encajarme? ¿Cómo puedo llegar a personificarla sin dejar de ser? Basta de pregonar la cordura como si ésta fuera un producto accesible para todos. 

–Me temo que usted me está malinterpretando y en mi opinión tiene muchos prejuicios y estigmas en cuanto a la salud mental se refiere. Yo no busco colocarlo en ninguna realidad, sino evaluar su estado para poder tratarlo y así conseguir que esté lo mejor posible dentro de sus propios parámetros.  

Las palabras del doctor no cayeron en saco roto. Elvis se mostró receptivo y asintió con la cabeza gacha y un lenguaje corporal doblegado por la humildad.  

–Le ruego me disculpe, doctor Cranston. Es más que evidente que mi juicio está alterado, que soy un alma tullida por el trauma, una baja más del despiadado mundo del espectáculo.  

–No tiene de qué disculparse, sólo era una observación –remató Cranston con un brillo de complacencia en su rostro. Dígame, si es tan amable, ¿a veces siente la necesidad de hacerse daño o piensa en el suicidio de manera obsesiva? 

–Le mentiría si le dijera que no he contemplado el suicidio, aunque para serle sincero, no lo percibo como un acto autodestructivo, sino como una vía para no ser, para poder integrarme a la nada cósmica sin sufrir más de la cuenta los suplicios que nos acechan en este plano terrenal. Pero ¿quién en su sano juicio no ha contemplado el suicidio? ¿Me quiere que usted nunca ha coqueteado con la idea? 

–Enfoquémonos en su caso. 

–De acuerdo, doc, veo que toqué una fibra sensible. Para resumir este punto, ¡NO!, no pienso quitarme la vida. Desgraciadamente, el instinto de supervivencia se opone a mis deseos, a pesar de que mi existencia ha sido un perno desde sus inicios. Nací para sufrir, como un mesías sin adeptos ni propuestas. 

El doctor Cranston llenó dos cuartillas y dejó de lado la libreta para mirar a Elvis a los ojos: 

–¿Puede detectar el momento aproximado en que empezó a tener estos pensamientos suicidas? 

– Como le decía, son meras fantasías. Pero si mal no recuerdo iniciaron durante mi primer mes en cautiverio, alrededor del tiempo en que me tatuaron –Elvis alzó su mano izquierda para mostrarle al doctor el número serial grabado en su muñeca– y comprendí que mi persona pertenecía a los Estudios Disney.   

–Entiendo –masculló Cranston sin apartar la vista del expediente clínico. 

–A todo esto, doc, ¿ya tiene un diagnóstico? Me gustaría saber cuándo me van a dar de alta. Vamos, me queda claro que nunca voy a estar del todo bien, que nunca seré el idiota sonriente de a pie, ni que pueda fungir como un miembro funcional de la sociedad. Seamos sinceros, no hay tratamiento que pueda paliar la esclavitud, ni tampoco suficientes píldoras en la viña del Señor para conseguir sofocar ocho años de tormentos. Soy un bien dañado, un alma violentada por la humanidad.    

El doctor Cranston se quitó las gafas y se frotó los párpados. Depositó una mirada apenada en el macaco y aclaró su garganta con cierto nerviosismo: 

–Me temo que ésta es una evaluación para ver si usted es candidato para formar parte de nuestros protocolos de experimentación.  

Las palabras del doctor caían en el interior de Elvis sin encontrar resistencia ni fondo. No podía creer lo que estaba escuchando. Sus ojos se inyectaron de sangre y parecían a punto de brotar de sus cuencas. Todo se volvió oscuridad. Su ansiedad se transformó en ira. Antes de que el buen doctor pudiera siquiera percatarse de lo que le sucedía a su paciente, Elvis ya había clavado su dentadura en la nariz gorda de Cranston y tiraba de su cabellera con todas sus fuerzas, arrancando mechones rojizos que volaban en todas direcciones. Los alaridos del doctor se alcanzaban a escuchar hasta el estacionamiento del hospital. Bryce se vio obligado a pedir apoyo para lograr extirpar a Elvis de la humanidad de Cranston. En cuanto lograron separarlo, el macaco mostró una sonrisa vesánica cubierta de sangre y con restos de carne incrustados en sus encías.  

Si bien los calmantes habían logrado apaciguar la violencia física del macaco, no existía fuerza natural ni sintética que pudieran sofocar su cólera interna. No obstante, no albergaba un solo pensamiento de venganza. El de Elvis era un viaje sin retorno hacia su esencia animal. Durante el año que pasó en la jaula del laboratorio no se le escuchó pronunciar palabra alguna ni interactuar con el personal médico. Pero su aparente ausencia no respondía a la apatía sino a una dignidad cabal, a una suave forma de genocidio, a su manera de aniquilar a la humanidad de su psique y así poder saborear, por primera vez, una suerte de libertad.

El silencio de los disidentes

Publicado octubre 2, 2023 por @ari_volovich
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(Publicado en la Revista Digital Universitaria)

La primera vez que fui testigo de un verdadero acto de disidencia fue en marzo de 1994, cuando fui parte, aunque brevemente, de las filas del Ejército de Defensa Israelí (EDI). Mi pelotón estaba formado, al rayar el alba, en la explanada gris de nuestra base militar, ubicada en un lugar indeterminado del desierto del Néguev, esperando las órdenes del sargento que se paseaba frente a nosotros con los brazos entrelazados detrás de la espalda, oteándonos con una mirada severa que apenas se asomaba por debajo de su gorro. Se paró en seco y dio medio giro para vernos de frente. “Esta mitad se va a la cocina”, aseveró, señalando a mi grupo. “El resto reúnan su equipo, salen a Gaza en media hora.” Antes siquiera de lograr asimilar las implicaciones directas de sus palabras, uno de mis compañeros de armas (le llamaré Nimrod) ya había dado un paso al frente para exponer los motivos ideológicos que le impedían servir fuera de las fronteras de su país y de formar parte de la ocupación. Lo observé con asombro y admiración por encima de la hilera de hombros: su silueta y su semblante indomables, a la espera de las reprimendas protocolarias, son la personificación misma de la gallardía. La objeción de conciencia, la de Nimrod en este caso, era una temida anomalía de la maquinaria militar e hizo sonar las alarmas y llamó la atención de los altos mandos, quienes lo asediaron para intentar intimidarlo mediante amenazas altisonantes que, de paso, servirían para amedrentar a otros insurrectos potenciales. No obstante, él se mostraba inalterable y decidido, y así se mantuvo hasta las últimas consecuencias, con plena conciencia de que tendría que pasar un buen tiempo en la prisión militar, además de cargar con las secuelas sociales y laborales que implica el estigma de traidor en una sociedad que concibe al servicio militar como una obligación cívica imprescindible. Sin embargo, para quienes vemos más allá del discurso oficialista, nos queda claro que los objetores de conciencia figuran como los únicos héroes de guerra.

Sobra decir que el sacrificio de mi compañero de armas no fue en vano, al menos no del todo. Me obligó a un ejercicio de introspección inmediato. Si bien yo venía de una familia de izquierda y contaba con el criterio necesario para poder detectar la inmoralidad e injusticia que yacían detrás de la ocupación, también era un hecho que, en términos reales, formaba parte de un pelotón de tanques del EDI. Hasta ese momento no había un conflicto de intereses tangible, pero la repentina (para mí) y cercana probabilidad de formar parte de la ocupación exponía, aún más, la incoherencia entre mis posturas ideológicas y mis acciones. Algo tenía que cambiar… Y así fue: me deslindé de las filas del EDI, aunque de un modo menos confrontativo y valiente que el de Nimrod.

Cabe señalar que mis dudas hacia el proyecto de Nación sionista surgieron mucho antes de ser reclutado por el EDI. Pero, como gran parte de la población, me había dejado llevar por el lavado de cerebro sistémico y por la inercia de una negación generalizada, sostenida por la hasbará, la propaganda oficialista, y pregonada por la inmensa mayoría de la sociedad.

Un año más tarde, en 1995, después de que el psiquiatra en jefe del ejército sellara el documento donde me declaraban no apto para el servicio, la Nación entera experimentaría una dosis de realidad que mermaría su cómodo delirio colectivo. El asesinato a Isaac Rabin dejó conmocionado a un país que se jactaba de su supuesta solidez democrática, justo en un momento en el que, por primera vez, la paz figuraba como la prioridad de la agenda política israelí y de sus enemigos históricos, como la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) y Jordania. No obstante, las lecciones de ese acto de barbarie, como a menudo suele suceder, fueron las equivocadas y corroboraron una verdad universal irrefutable: siempre se puede caer más bajo. La sonrisa insana del magnicida que acaparó los titulares de los diarios a escala mundial tenía sus motivos; después de todo, se cumplieron todas sus fantasías catastróficas: el proceso de paz quedó soterrado y en el olvido, el frágil equilibrio del mapa ideológico terminó volcándose de lleno a la derecha y la disidencia se esfumó casi por completo del espectro político tras la denominada “fuga de mentes” de intelectuales y académicos quienes asumieron su derrota y decidieron cultivar su pensamiento en terrenos fértiles.

Netanyahu, la mano negra detrás del asesinato de Isaac Rabin y el orquestador del nuevo oscurantismo israelí, ha conseguido perpetuarse en el poder a lo largo de dos décadas gracias a una retórica alarmista varada en el genocidio nazi y basada en el discurso de la supervivencia, la fibra más sensible de un pueblo vulnerado. También lo ha logrado gracias a las alianzas turbias con las facciones políticas más oscuras —ultranacionalistas y ortodoxas— que han sepultado a las voces críticas, reduciéndolas a una partícula subatómica sujeta al capricho del viento. Hoy por hoy, Israel es una teocracia, una antítesis a los orígenes del sionismo que, dicho sea de paso, era un movimiento esencialmente secular, al menos en un principio.

Para hundir otro clavo en la madera carcomida de este ataúd, unos meses atrás, Netanyahu y su pandilla de zelotes,1 al mejor estilo de los regímenes autoritarios contemporáneos, han hecho de las suyas para limitar el poder de la Corte Suprema con el descarado y evidente objetivo de otorgarle un blindaje judicial al vasto catálogo de crímenes que acarrea el primer ministro. Estas limitaciones le han permitido, además, expandir el alcance del ejecutivo y del legislativo, lo que significa la estocada final a la endeble noción de democracia con la que flirteaba el país. En consecuencia, las aspiraciones de libertad tan anheladas por el pueblo palestino ahora pertenecen al género de la fantasía.

Asimismo, el revuelo de la sociedad israelí que ha tomado las calles en protesta contra la denominada “reforma judicial”, tiene un ofensivo tufo a hipocresía, porque pone en evidencia, una vez más, el hecho de que el israelí solo se indigna cuando la injusticia trasgrede y limita sus propios derechos. En la conciencia del judío israelí, los palestinos no son más que un factor circunstancial, un ricochet, un inconveniente que nace y fallece cada día como un ocaso en otra galaxia.

Así de lejos yace también el recuerdo de Nimrod. Su contorno ha perdido nitidez y fuerza con el transcurso de los años. Aún así, y a modo de alegoría burda, los ladridos de los sargentos siguen retumbando exponencialmente en esta cámara de eco perpetua.

“[…] el más sensacional invento de las dictaduras modernas consiste en haber creado la mentira estridente, basándose en la hipótesis, acertada desde el punto de vista psicológico, de que al que hace ruido se le concede el crédito que se niega a quien habla sin levantar la voz”.

Esto escribió Joseph Roth refiriéndose a Goebbels y a la maquinaria propagandística del Tercer Reich, aunque bien podría aplicarse a la hasbará actual de la ultraderecha israelí.2

Es cierto que la falla es de origen: no se puede edificar un país democrático sostenible si se favorece a una etnia determinada por antonomasia, de ahí que el sionismo estaba destinado a fracasar desde su concepción. No obstante, el panorama y los actores actuales hacen ver a los antiguos protagonistas y antagonistas de la política israelí como pacifistas abducidos por el infantilismo. Hubo una rendija en la historia de Israel cuando el anhelo de paz era considerado un sentimiento positivo, no una muestra de debilidad. Desafortunadamente, los desenlaces que siguieron al asesinato de Rabin fueron determinantes. No hay vuelta atrás, ya que no existe una oposición interna que pueda o quiera desplazar a los fanáticos ultranacionalistas del poder. Cualquier opinión disidente en el Israel de hoy equivale a una anomalía sintomática cuando no a un error del espíritu.

Esa misma sensación de impotencia me ha obligado a tomar una distancia prudente del tenebroso ambiente político interno y del conflicto palestino-israelí en los últimos años.

Desconozco el paradero de Nimrod. A veces sospecho que es un producto de mi imaginación, un sesgo fantasioso de la memoria. Una y otra vez intento volver a aquella lejana mañana de 1994, a esa explanada desdibujada por la arena para poder ver a mi compañero de armas, recuperar la vitalidad de su esencia y restaurar esas palabras insufladas por su convicción. Pero su voz, al igual que la de quien escribe estas líneas, no son más que lamentos fantasmales que pertenecen a otro tiempo. La disidencia es un rumor, y Nimrod nada más que un recuerdo vago atenuado hasta la inexistencia por la marcha fúnebre de los adalides de la estridencia.

Imagen de portada: Tel Aviv, 2023. Fotografía de © Papús von Saenger

  1. En la Biblia, se conoce como zelotes a los miembros pertenecientes a un grupo religioso del pueblo judío caracterizado por la vehemencia y rigidez de su integrismo religioso. 
  2. Joseph Roth, Una filial del infierno en la Tierra, Acantilado, Barcelona, 2013, p. 44. 

Yo que fui el papa de la gente

Publicado abril 5, 2023 por @ari_volovich
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(Publicado en Chicago Tribune)

Cuando Ramón despertó, la memoria apenas le rendía para recordar que tras exhalar oxígeno es recomendable inhalarlo nuevamente, mucho menos para reconocer un aire de familiaridad en aquella monumental habitación color marfil iluminada por un tragaluz que proyectaba flores de lis amarillas y lilas en el piso de mármol blanco climatizado, lo mismo que por la luz cálida que entraba a través de los ventanales construidos en perfecta concordancia con los cuatro puntos cardinales del mapamundi. 

Se incorporó lentamente en el borde de la cama, posando las palmas de sus pies sobre las enormes losas blancas, con la mirada puesta en un punto fijo de la pared durante un tiempo indefinido. Se quitó un largo camisón blanco de seda para rascar una barriga pálida que tampoco podía adjudicarse como suya mientras bostezaba.  

Caminó a duras penas hacia la puerta de lo que intuía era el baño, con la mano presionando su hígado ensanchado y lanzando lamentos que sonorizaron su propia via crucis. El esplendor y la belleza de aquel espacio daban la impresión de haber sido tocados por la gracia del mismísimo Alfa y el Omega; pero de poco le importaba esto a Ramón, quien sólo veía de frente a una resaca del tamaño de dios.  

Se hincó frente al inodoro de oro sólido con la naturalidad de quien acostumbra a despertar en casa ajena, para inducir un vómito que salpicó todos los bordes del trono dorado. Luego se dirigió al lavabo para girar la chapa de oro blanco, absorto por la suavidad en que caía el agua sobre el mármol hasta que procedió a tallarse la cara hasta encontrarse con sus ojos en el espejo.  

A pesar de la mermada capacidad de asombro aludida líneas atrás, Ramón pegó un salto atrás a la vez que gritaba como quien acaba de sorprender a su propio asesino. La violencia de la reacción lo obligó a trastabillar hasta caer de espaldas sobre la piedra climatizada. Su nuca rebotó dos veces antes de afianzarse en el piso Cuando volvió en sí, percibió una súbita y fuerte palpitación en su pecho. No era para menos: el rostro que reflejaba el cristal le pertenecía al mismísimo Papa de la gente.   

Ramón se arrastró por el suelo hasta abrazar el cuello de un bidé más pulcro que el corazón de la Santísima Virgen de las Nieves. Se incorporó con una parsimonia lastimera hasta afianzar sus glúteos flácidos en la superficie de oro y sostuvo su frente con las palmas de unas manos que le resultaban ridículamente suaves y amorfas. Enseguida y de manera automática, un chorro salió disparado de la tráquea de un neonato de rizos y semblante angelicales para hidratar el esfínter reseco de Franciscus PP.  

Permaneció sentado largo rato ahí, sin poder hilar un pensamiento coherente, en un intento inútil por digerir y medir la profundidad del acantilado mental que se desdoblaba ante sus pies. 

Si bien la memoria le fallaba, lo que Ramón conservaba de su existencia pasada era la certeza de la inexistencia de Dios. De eso y el recuerdo de su padre, dueño de la única videoteca del pueblo y parroquiano habitual de las cantinas, quien siempre solía chiflar el Réquiem de Mozart bajo estrés. Ramón deploraba al ganado bípedo que pastaba en los templos y a los monarcas de la religión institucionalizada que la pregonaban y lucraban con la ignorancia. 

Volvió a sumirse debajo de las sábanas con la esperanza de despertar dentro de los confines de su piel; sin embargo, sus plegarias no fueron atendidas. Presa de la desesperación, quiso beber hasta perder el conocimiento con el objetivo de reencarnar en otra instancia metafísica, obedeciendo la propia ecuación ilógica que lo situó en la alcoba principal de La Santa Sede, pero no encontraba un sólo indicio de la sagrada uva en ninguno de los aposentos de Su Santidad.   

Cuando Ramón asumió que no le quedaba más remedio que asimilar su nueva condición, lo hizo con la serenidad de quien ha atravesado más de un infierno terrenal. “Amén, pues”, afirmó para sus adentros, “seré el Papa de la gente”. En cuanto terminó de pronunciar estas palabras, unos nudillos tímidos tocaron a la puerta de la recámara. 

“¿Vuestra Excelencia?”, preguntó una voz opacada por la gruesa capa de madera que los separaba. “Su Santidad”, insistió la voz a los pocos segundos. “Los fieles llevan más de dos noches esperando vuestra presencia en la plaza”. 

 
Ramón tardó un tiempo que se antojaba interminable en encontrar las palabras correctas para responder sin alzar las sospechas de sus súbditos. No recordaba una sola parábola bíblica mediante la cual poder justificar su demora. Cuando por fin le vino a la mente una respuesta afín a su nuevo cargo, notó una voz melodiosamente rasposa que salía de su garganta, como un trombón sumergido en miel, muy distinta a su habitual timbre avinagrado. Sin embargo, respondió con una naturalidad categórica:  

—Paciencia, hijo mío, que Aquel nos dio más tiempo que vida —pronunció con sorpresiva autoridad. 

—Sí, Su Excelencia —replicó el mayordomo con algunos falsetes en su timbre que ponían en evidencia su creciente nerviosismo.       

Ramón se apuró en encontrar un armario para cambiar su atuendo desalineado por uno compatible con la gracia de su título, pero no veía ningún pomo o manija en la recámara. Aturdido y resignado, y con un gesto que claramente respondía a las manos del papa, acarició la frente de Cristo Rey que asomaba del bajorrelieve de un crucifijo y de pronto dos puertas se deslizaron a los costados abriéndose de par en par para desplegar hileras llenas de sotanas rojas, negras y blancas, lo mismo que gorros, calzones y calcetines de esa gama.  

R ignoraba la carga simbólica de los colores, por lo que decidió adivinar y vestirse del blanco protocolario. Cuando salió de la recámara, dos mozos vestidos con el uniforme de la Guardia Suiza Pontificia se cuadraron a las orillas de la puerta. En un reflejo contra natura, Ramón se persignó. 

“Guiadme hacia mi gente, hijos míos”, demandó Ramón amablemente y se frotó las palmas de sus manos. Los mozos se apuraron en asentir al unísono antes de ponerse en marcha unos pasos por delante de Su Santidad. Ramón apenas podía digerir la información simbólica que se asomaba en su entorno, cuando de pronto, avistó la terraza y una franja de la multitud que lo esperaba expectante en las inmediaciones de la Plaza San Pedro. Los guardias extendieron sus brazos en reverencia para cederle el paso al Papa de la gente. 

Ramón caminó hacia el borde de la terraza con las manos ensortijadas en alto y el clamor del rebaño estalló para cimbrar todos los recovecos de la Santa Sede. Contrariamente a lo que dictaría la naturaleza taciturna de R, la reacción de la multitud le sentaban bien. Dio un par de golpes al micrófono con las yemas de sus dedos para cerciorarse del volumen y alargó su silencio con una sonrisa amplia, estirando los brazos al aire con la finalidad de absorber el bullicio de su rebaño que estallaba en toda su humanidad, arrojándolo hacia los picos más altos de la euforia y, lo que era más importante, mitigando la resaca que parecía desvanecerse en las lágrimas de Cristo.  

Cuando volvió en sí, la multitud permanecía inmersa en un silencio expectante. Ramón esbozó para sus adentros un discurso improvisado y acercó sus labios al micrófono.  

“Hijas e hijos míos, lamento haberlos hecho esperar. Que su misericordia se extienda a este humilde funcionario público”, pronunció y pudo escuchar el eco interrumpido por el aleteo de las palomas blancas que sobrevolaban la plaza.  

“He venido con ustedes”, titubeó por un instante. “He venido con ustedes para iluminar el sendero de sus existencias con las enseñanzas que he adquirido a lo largo de mi vida. He venido con ustedes para ofrecerles una verdad distinta a aquella apegada al protocolo pontificio. La Iglesia necesita reformarse y adaptarse a los nuevos tiempos que nos rigen. Por eso es que he decidido instruirlos, consagrándome a la tarea de encauzarlos hacia el verdadero progreso de la humanidad”.  

La multitud volvió a estallar en júbilo. El Papa de la gente exigió calma con las palmas abiertas de sus manos. 

“En primer orden, hijas e hijos míos, quisiera señalar al elefante que está en la plaza. Con esto me refiero, claramente, a ese leviatán que ustedes llaman ‘Dios’. ¿Acaso no les parece un tanto infantil perpetuar la idea de una figura paterna inasible que vive en el cielo y que vigila cada uno de nuestros movimientos desde su estrado etéreo? ¿No les parece paradójico que los supuestos heraldos de Cristo vivamos cubiertos en oro?”.  

Ramón pudo advertir varios rostros caídos en el público, lo mismo que muchas miradas atónitas.   

“¿No será que Dios es un invento para paliar nuestra orfandad intergaláctica? ¿Un ente ficticio creado con el fin de mantener un control incuestionable sobre la población? Observen a su alrededor la opulencia material que nos envuelve. ¿No les parece algo contradictorio a las enseñanzas de Cristo?”. 

Un tosido seco perforó el silencio estupefacto de la multitud.  

“He venido con ustedes para poner a prueba sus convicciones”, continuó Ramón Franciscus PP, asombrado por la naturalidad con la cual encarnaba el papel de pastor. Cubrió el micrófono con la mano y volteó a ver a su mozo. 

— Traedme un whisky doble en las rocas, hijo mío. No sólo de pan vive el hombre. 

—De inmediato, Su Excelencia —respondió el guardia sin chistar y desapareció en las entrañas de la Santa Sede. 

Ramón retiró su mano del micrófono y acercó sus labios para dirigirse a su rebaño anonadado. 

“Tan seguro como el sol que nos ilumina, puedo garantizarles que han estado viviendo en el error; que su ingenuidad ha sido explotada a lo largo de milenios por los proxenetas de Cristo quienes lucran con sus temores embrionarios; que la Iglesia está cimentada sobre el miedo y la ignorancia”, aseveró con un brillo de satisfacción en sus ojos. 
 

Las rodillas del mozo tambalearon en cuanto escuchó estas últimas palabras pronunciadas por Ramón. Tan es así que a punto estuvo de perder el equilibrio y verter el whisky en la pulcra sotana de Su Santidad.  

“Que dios te bendiga”, dijo el Papa de la gente a su esbirro antes de hacerse del old fashion, sorber el líquido ambarino y dirigirse a su gente nuevamente con un par de ojos crepitantes.  
 

“Hijos míos, entiendo lo difícil que puede resultarles digerir estas verdades, por lo que he decidido dejarlos por hoy con la finalidad de que reflexionen y ejerzan el librepensamiento. Benditos sean. Por último, los invito a disfrutar de las utilerías y a visitar la tienda de souvenirs”, comunicó Franciscus PP y se retiró bajo el manto de un silencio por demás abrumador.  

Las dos hileras de Custodes Helvetici se cuadraron estirando sus armaduras al tiempo que un puñado de cardenales claramente disgustados y alarmados por el discurso de Ramón, salieron de sus palcos para seguirle el paso y así intentar intercambiar algunas palabras con Su Alteza, pero éste los despachó con una sonrisa fraternal. “El Señor obra de maneras misteriosas, hermanos”, dijo finalmente, antes de cerrar la puerta de la alcoba en sus narices.  

Ramón se sentía francamente vitalizado por su debut performático. El inusitado poder que de pronto cayó en sus manos le resultaba atractivo. Se propuso aprender el lunfardo y analogías futbolísticas para perfeccionar el acto, lo mismo que algunos versos insignia de Gardel.  

Una idea surcó sus oídos. Encendió el ordenador y buscó las bases de datos de todos los curas pederastas jamás reportados ante las autoridades competentes. Imprimió la nutrida letanía y buscó a toda prisa una hoja y una pluma para redactar una carta genérica en la cual extendía una invitación a los susodichos para una visita a la Santa Sede, all included, con motivo de “su gran desempeño al servicio de la Igesia”. En cuanto terminó, le entregó los nombres y la carta a su fiel guardián, Doménico, para que se diera a la tarea de enviar las invitaciones personalizadas cuanto antes.  

Pasó de viernes a viernes enclaustrado, desatendiendo las insistentes plegarias de los cardenales para que les concediera una audiencia, mientras esbozaba y afinaba los detalles de la ejecución de su plan, autodenominado Acción de Gracia. Cuando finalmente llegó el día anhelado, Ramón se plantó frente al espejo. Lejos de sentirse abrumado por su inexplicable condición metafísica, cada vez se sabía menos R y más PP.  

Cuando Franciscus abrió la puerta de su recámara, la sien derecha de Doménico se estampó en la piedra blanca, produciendo un sonido hueco. Éste despertó de golpe y ofreció disculpas. Llevaba una semana entera sin despegarse de la habitación de Su Santidad.   

—Tranquilo, hijo. Tu lealtad es mi recompensa. ¿Has cumplido con tu encomienda? — preguntó PP. 

—Por supuesto, Excelencia. Todos los curas de la lista ya se encuentran congregados en la plaza y todos están en sus posiciones aguardando la orden. 

— Que Dios te mantenga en su infinita gloria —replicó y ajustó el crucifijo de tal modo que la cabeza de Cristo miraba hacia el suelo. 

Cuando salió a la terraza se encontró con un mar de sonrisas sórdidas. Una brisa dulce acarició el semblante severo de PP. 

“Bienvenidos sean a la Santa Sede. Hoy es un día histórico para nuestra Orden”, expresó Franciscus PP con un tono solemne que contrastaba con el júbilo de sus subordinados.  “Este día será recordado como Acción de Gracia; como el primero de muchos pasos rumbo a la reparación de la Iglesia”. Los curas aplaudían sin entender a bien el porqué. 

El Papa de la gente oteó su horizonte con desdén, cogió el micrófono y se sentó en el borde de la barandilla de tal modo que sus pies se columpiaban en el aire. 

“Veo ante mí a una multitud mancillada por el pecado. Los aquí presentes fueron convocados no gracias a sus virtudes, sino debido a su inexorable naturaleza infrahumana. Ni Cristo en un buen día les daría la hora”, aseveró mientras señalaba con su dedo índice los semblantes descompuestos de los congregados.  

Los cardenales cuchicheaban su consternación desatendida desde el palco detrás de Bergoglio. Los corresponsales de las televisoras no podían creer lo que estaban presenciando.  

“Ha llegado su juicio final. El veredicto ya está emitido”, continuó PP. “Tienen una sola opción para resarcir sus pecados, la única acción noble que les queda por hacer en este mundo: quemarse a lo bonzo o, bien, esperar a que una de sus víctimas, aquí presentes, lo haga por ustedes”. Hubo más de un cura que se desplomó al escuchar la sentencia de Franciscus.  

“El día de hoy y bajo este nuevo sol se hará una pequeña indemnización a las monstruosas injusticias cometidas en nombre de Cristo”, agregó y alzó su cáliz lleno de Laprhoaig al aire para dar la señal y así coquetear con lo que sería su primera experiencia religiosa.  

Sólo una docena de cura tuvieron a bien asumir su destino a mano propia, mientras que un pequeño ejército de monaguillos armado con baldes de combustible y cerillos fue ocupando la plaza resguardada por los Custodes Helvetici. Los sollozos de los pederastas crepitaban en la plaza hasta que las llamas cubrieron el sol.  

Los ojos de Franciscus eran dos esferas de fuego. Su sonrisa, un acantilado de esmalte desgastado. Levantó el cáliz nuevamente, y bebió todo su contenido para celebrar aquel espectáculo. Los ex monaguillos reían a carcajadas y aplaudían la justicia inusitada que se les había ofrecido. Ramón oteaba a los curas agonizantes con repudio desde su estrado inasible. Los cardenales estaban sentados en silencio sepulcral, pasmados por aquel espectáculo. 

Los noticieros de ese día repetían una y otra vez las imágenes de los restos de sotanas que yacían calcinadas e inanimadas, despojadas de toda humanidad. Los televidentes alrededor del mundo permanecían pegados a las pantallas. Las encuestas improvisadas no tardaron en reflejar una clara mayoría volcada a favor de la supuesta Acción de Gracia. Al día siguiente, los titulares de los diarios mostraban una tendencia más equilibrada, dependiendo de su línea ideológica, naturalmente. A raíz de lo sucedido, los jerarcas de la Iglesia convocaron a una junta extraordinaria para deliberar sobre el futuro de su pastor, en la que, entre otras cosas, sopesaban la alternativa de exorcizar, excomulgar o, la más popular, asesinar a Franciscus PP.  

Poco le importaba al Papa el revuelo creado en torno a su figura. Su Santidad ya se encontraba esbozando su próximo acto de justicia. Encomendó a Doménico la tarea de hurgar en los archivos secretos de la Iglesia con el fin de juntar todo el material incriminatorio sobre los saqueos durante la Conquista española. 

Mientras Doménico reunía los referidos documentos, R pasaba sus días predicando ante las multitudes en favor de la eutanasia, la despenalización de las drogas y del aborto, calificando este último como una acción digna de la beatificación.  

Si bien es cierto que su consumo de Laphroaig ya rozaba con el abuso, la mente de PP se mantenía lúcida, dejando detrás suyo a un rebaño más compungido que el anterior. 
 

Por la mañana de un sábado, un vendaval nostálgico despeinó a Bergoglio justo antes de pasar el rastrillo por su cachete. Sus ojos registraban la imagen del viejo R en el espejo, y las vivencias que habían encauzado en ese rostro turbulento para darle su forma actual. Pero todo eso se disipó en cuanto Doménico tocó a la puerta del baño para anunciarle que había conseguido reunir los documentos encomendados por Su Santidad.  

El Papa de la gente los exhibió en todas las cadenas televisivas, incluso otorgó una entrevista a Oprah Winfrey. El escándalo mediático no pasó inadvertido por los jerarcas de la Santa Sede. Los cardenales dejaron de lado sus intenciones homicidas para enfocar sus energía y atención en intentar mitigar las parvadas de amenazas e insultos que les llovían desde todos los ángulos. Convocaron a los abogados más rapaces del Viejo Mundo a otra junta extraordinaria con el fin de elegir la estrategia a seguir para enfrentar la calamidad mediática y la crisis institucional que le seguía. Al mismo tiempo, surgieron facciones dentro de los creyentes quienes pedían por la abolición de la Iglesia, mientras que, en el ámbito laico, la superioridad moral estaba al alza.  

De manera paralela, el Papa de la gente desarrollaba una insana afición por las aceitunas griegas y el paté de fuá. Estaba sumergido en su tina de obsidiana, sopesando las vías legales para poder excomulgar a los cardenales, tras vincular su complicidad y perpetuación de los crímenes de la Iglesia y así poder dilucidar el castigo correspondiente. Sumergió la cabeza en el agua. Su barriga salió a la superficie al mismo tiempo que su cabeza. Se detuvo a contemplar con desdén esa panza amorfa y lampiña, las verrugas y aquella celulitis claramente avanzada cuando una idea iluminó su rostro. Chasqueó los dedos. Doménico entró de inmediato con una bata en las manos. 

El Vaticano apenas se había repuesto del escándalo anterior cuando las cadenas televisivas ya transmitían las imágenes aéreas de los cardenales esposados quienes eran conducidos en hilera por alguaciles de la Interpol al interior de furgonetas fuertemente blindadas.  
 

Los sermones masivos que Bergoglio ofrecía diariamente, en los que señalaba la obsolescencia e irrelevancia de la Institución, habían logrado cautivar la atención de una audiencia sin paralelos; de tal modo que el escepticismo se había tornado en El eje central de la comunión a escala mundial y al margen de la religión de los neo devotos sumados a la causa.  

 
“Es nuestro deber erradicar el pensamiento mágico del planeta y sustituirlo con la razón. La única fe real es la que tenemos en que Messi levante la orejona”, aseveró el Papa para ser ovacionado por su gente una vez más.     

Los cardenales, por órdenes directas de su Pastor y con el visto bueno de la Interpol y de la opinión pública, fueron enviados a las maquilas chinas y condenados a ensamblar cajas de anticonceptivos hasta lograr que las natalidades en la India igualaran a las de Suecia.  

La sonrisa engreída de Bergoglio apareció en todas las portadas de las revistas en boga. Incluso cedió de buena gana una entrevista a Hard Talk, conocida por el escepticismo voraz de sus periodistas y de su crítica implacable al sujeto en cuestión.  

Asimismo, la figura del Papa de la gente no tardó en convertirse en un referente de la entereza y de las convicciones inamovibles del hombre. Ganó dos premios Nobel por la Paz consecutivos y coleccionó un sinfín de condecoraciones. Patrocinó con las bóvedas destinadas a resguardar el oro saqueado de La Nueva España para conducir investigaciones científicas con el fin de erradicar la polio de la faz de la Tierra. También es cierto que destinó casi todos los recursos del oro saqueado en nombre de la Corona, con el objetivo de encontrar una cura definitiva para la cruda y de sus secuelas.  

Bien, pues una vez que los cardenales fueron asignados a sus respectivas mazmorras industriales, Ramón Franciscus no se encontró con una sola voz crítica en toda la Santa Sede, excepto las de su propia psique, claramente. 

Otro factor determinante en lo que se refiere a la idealizada visión que el público de pronto tenía de Franciscus, fue el triunfo argentino en la final del Mundial Qatar 2022. Este último suceso lo catapultó a esferas inasibles. En Córdoba Capital levantaron un monumento en su honor donde Ramón aparecía dominando un balón con la sola mirada. La obra fue inaugurada por el primo tercero de Messi. Las masas misticoides pseudo religiosas colocaron a Ramón Franciscus sólo por debajo de Lio en los peldaños de la Santísima Trinidad completada por Diego Armando. Dicho sea de paso, en la construcción de la referida obra perdieron la vida dos hinchas de All Boys y una edecán de Quilmes. 

En su corto activismo como Jefe de la Iglesia, las acciones de Ramón PP habían logrado reducir los contagios en África de VIH en 99.9 por ciento; despenalizó el aborto en toda Latinoamérica y gran parte del denominado Bible Belt estadounidense, y frenó la sobrepoblación mundial en 120 puntos porcentuales. De igual manera consiguió decretar e implementar con gran éxito El día Mundial del Onanismo Obligado.   

Sin embargo, ninguno de los referidos éxitos lograba levantar los ánimos de Ramón Franciscus, quien venía acarreando una depresión latente. Cada vez que se veía al espejo perdía una fracción de ímpetu y de convicción. Si bien antes se sabía otra persona, al menos en esencia y principios, ahora no tenía idea quién era ese nuevo viejo que le devolvía una sonrisa amarga en el cristal.  

R fue resintiendo una recaída espiritual y emocional que lo llevó a someterse, por insistencia de Doménico, a una pila de pruebas neuropsiquiátricas dentro de los confines de la Santa Sede, realizadas por los mejores psiquiatras en la viña de Aquel. A nadie tomó por sorpresa el diagnóstico, era evidente que Benedictus no andaba en buena forma: sufría de una especie de depresión posparto y de los consecuentes deterioros cognitivos que siguen a la melancolía clínica, como la fatiga, irritabilidad y la necesidad de aislamiento. Este nuevo estado de ánimo lo mantuvo alejado de los reflectores. Su Eminencia evitaba a toda costa establecer contacto visual con el poco personal de cocina y los guardias suizos pontificios que se cruzaban en su camino durante sus cortas caminatas al vapor.  

De hecho, una de las últimas apariciones de Franciscus fue en la madrugada de Pascua en la cocina principal de la Santa Sede. Ramón estaba con los pies descalzos, con su gorro de noche y su camisón blancos bajo el manto de la oscuridad, sosteniendo la puerta del frigorífico mientras dibujaba una sonrisa pasmada, absorta por la luz estéril que brotaba del refrigerador, como quien había descubierto el verdadero significado de la vida.  

El caso es que Doménico, quien cumplía con su turno de guardia, lo vio y se apuró a acercarse a ese viejo delirante para posar la mano en su hombro con la intención de acompañarlo a su alcoba; pero éste, presa de un desplante psicótico, arremetió con rabia contra la humanidad de su esbirro, abalanzándose sobre él para golpearlo en la cara con sus puños ensortijados hasta que su siervo leal perdió el conocimiento y sus pies cesaron de temblar. En cuanto los demás guardias vieron el incidente, inmovilizaron al Papa de la gente. El doctor de guardia se vio obligado a sedar a Franciscus y mandarlo a reposar al recoveco sacro atado a una camilla de hospital, a la vez que Doménico fue trasladado en una furgoneta negra a un hospital público de Roma bajo una identidad falsa.  

A pesar de que el joven fue dado de alta al mes de haberse internado, a partir de ahí desarrolló un grado de agorafobia inoperante y un tartamudeo crónico que los médicos calificaron de incurable. Los abogados del Vaticano lograron mantener el incidente en relativo silencio, tras ofrecer una cuantiosa suma de dinero a la familia del guardia vulnerado.  

A pesar de que ya habían pasado varias semanas desde aquel incidente y de los medicamentos ordenados por los psiquiatras, Bergoglio, desmemoriado y errático, se encerró aún más en sus aposentos. Comisionó a la industria militar israelí la construcción de un muro de concreto reforzado que separara su residencia del resto de la Creación a cambio de una bendición a Yad Vashem cada lustro. Asimismo, contrató a Jonathan Pryce para que apareciera en su lugar en los actos públicos ineludibles, como la navidad o el aniversario luctuoso de Maradona. 

Los medios de comunicación italianos hablaban de la locura que poseía el espíritu del papa y adjudicaron su deteriorado estado mental a su alejamiento de los preceptos católicos convencionales, mientras que los medios internacionales especulaban que R tramaba un acto revolucionario, uno que alteraría el viejo orden mundial. Pero la realidad es que Ramón Franciscus PP a duras penas lograba hacerse de la fuerza necesaria para acarrear su humanidad al retrete sin derramar el whisky de su cáliz. No era para menos, y es que después de tantos años en estado de manía, era inevitable que volviera a incursionarse en los opacos senderos de la depresión. Lo único que tenía en claro era su deseo de aislarse por completo del mundo y de todas las criaturas que lo habitaban.  

Se limitó a escribir discursos cada vez más cortos con la finalidad de destruir lo que restaba de la favorable imagen pública de la Iglesia. Ya no tenía mensajeros, como ninguna otra relación humana excepto los whatsapps que enviaba directamente al manager de Pryce, para que el actor, posteriormente los comunicara al mundo en su nombre. El más controversial de todos éstos, quizás, tanto por su impacto a largo plazo, como por su naturaleza contradictoria, fue su llamado a predicar e imponer el ateísmo en todas las zonas rurales alrededor del Globo.  

No obstante su estado actual, lo que Ramón Bergoglio Franciscus PP había legado a la humanidad era invaluable. Durante el balance de su corta dirección de la Santa Sede, la eutanasia había sido despenalizada en gran parte del mundo occidental, los embarazos no deseados se habían desplomado 90 por ciento en África y Latinoamérica; lo que, naturalmente, se tradujo en un decrecimiento notable en las tazas de crímenes violentos, de muertes infantiles por inanición y de nuevos aspirantes a policías 

Por mera casualidad o gracias a una premeditación maliciosa, la verdad es que nadie lo sabe a ciencia cierta hasta la fecha, Ramón Franciscus eligió el Día Mundial del Onanismo Obligado para presenciar la actuación de Pryce que saludaba a los fieles congregados en la plaza. 

Ramón, vestido de pantalones de mezclilla desgastada y una remera de la selección argentina de futbol, con el 10 estampado en la espalda, se paró al lado de su doble para enfrentar a la multitud. Naturalmente, el actor se vio alterado por la inesperada presencia delatora de su patrón, pero hizo lo posible por mantenerse dentro de los lineamientos de su personaje. La multitud se vio presa de la conmoción. Millones de ojos oscilaban entre las dos figuras sin saber en cuál de ellas sostener la mirada. Ramón Franciscus apartó a su doble con el brazo y acercó sus labios al micrófono. Pryce retrocedió disimuladamente hasta desaparecer del ojo público y emprendió su huida a su camerino.   

Los fieles de la plaza permanecieron boquiabiertos en espera de las palabras de Su Excelencia. Ramón Franciscus PP encendió un cigarro, dio una calada y aclaró la garganta. “¡Dinos algo, padre!”, clamó una voz desesperada en la multitud. El papa de la gente sonrío y dio otra calada al cigarro, exhalando un hilo de humo que se desintegraba en el cielo azul de verano.  

“Bien, gente, les diré algo. Quiero que mi último acto como guía espiritual les sirva para darle, de una buena vez, muerte a la religión institucionalizada. El día de hoy, dios se muere conmigo”. 

Tras pronunciar estas palabras, Franciscus se trepó a la barandilla de la terraza y alzó sus puños al aire. La multitud coreaba su nombre, aunque con cierta consternación. Bergoglio, sin titubear, dio un paso firme hacia el vacío. Su sonrisa se alargaba conforme se precipitaba hacia la multitud anonadada; hacia la nada sublime; hacia esas frondosas praderas verdes deshabitadas por el hombre y sus dioses. 

Apuntes de un padre trasnochado

Publicado enero 9, 2023 por @ari_volovich
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(Publicado en El Cultural)

Hay cosas que sólo pueden entenderse en plenitud mediante la lente de la praxis y el conocimiento empírico, y más tratándose de la paternidad, una cuestión tan sacada de la realidad e idealizada hasta el hastío por la barita mágica de la iglesia Disney y sus acepciones. Mi experiencia, en todo caso, ha sido más cercana a un boceto de Munch.

La primera imagen que salta a la mente es el momento en que mi cría trepaba por el abdomen de mi mujer cual marsupial cegado por el instinto, en su intento desesperado por encontrar su única fuente de alimentos —todo bajo la supervisión de la enfermera que iniciaba a C. en el ritual más antiguo de la maternidad. En cuanto ésta dejó la habitación, las paredes se desprendieron con violencia para ser succionadas y desaparecer hacia los confines más oscuros del universo. El aire que respirábamos provenía, sin duda alguna, de una latitud polar.

Estábamos completamente solos a cargo de una vida humana que a partir de ese momento dependía enteramente de nuestro buen juicio.

Nada nuevo bajo el sol, claro está, pero ninguna de las simulaciones, ni de la literatura prenatal ni del fanatismo edulcorado de las doulas, nos había advertido sobre las verdaderas dimensiones del terror que estábamos experimentando. Mi mujer y yo nos limitamos a intercambiar el vaho para darle forma al sentimiento predominante de una noche que carcomía los frágiles cimientos de la idealización.

Al menos así inició mi paternidad, tumbando nociones impuestas y pregonadas por la tribu humana para destituirlas con verdades demasiado personales. Y sí, por supuesto que hay algo de verdad en esta mentira, como sucede con cualquier ficción basada en hechos reales; pero bueno, no es lo mismo leer El Quijote con la intención de saciar nuestras filias literarias que con el afán de descifrar la esquizofrenia.

Si bien las 35 semanas de embarazo me habían servido para sobrellevar el duelo por la infancia perdida, durante mi primer mes como padre pasé de la dualidad del ser a la nulidad del Yo en un parpadeo. Y es que nadie que asuma la paternidad de lleno puede conservar íntegras sus antiguas excentricidades y conflictos existenciales. Éstos quedan soterrados para enfatizar el hecho de que hemos pasado a otra instancia, como el salmón que nada a contracorriente río arriba con el único propósito de perpetuarse antes de morir, para así engañar a la muerte a base de ironía involuntaria.

Tampoco experimenté ese vínculo in-mediato que, de acuerdo con el consenso popular y la mayor parte de los testimonios, debe consolidarse entre un progenitor y su descendencia. No, cuando sacaron a O. de las tripas expuestas de su madre, no me encontré con un halo de luz sonorizado por algún coro de monaguillos vieneses, ni hipopótamos alados con arpas tarareando un tema de Elton John, sino con un alienígena ensangrentado e indefenso, expuesto a la infinidad de amenazas que nos acechan en esta partícula azul suspendida en la eternidad. Y es que el vínculo real entre padre y cría, a diferencia de ése que se gestiona con la madre, es uno forjado a base de interacción continua, como sucede con todas las relaciones extrauterinas.

Aunque los desafíos de carácter inmediato palidecen frente a aquellos que se proyectan a largo plazo: los primeros se resuelven por sí solos con un poco de sentido común y algunos consejos atinados, mientras que la

repercusión de los segundos puede implicar daños irreparables. Una de las metas que me tracé desde un principio fue encontrar la manera de alargar su estado de inocencia lo más posible; o por decirlo de otra forma, de postergar el diluvio de mierda inherente a la vida adulta, partiendo del precepto de que lo único sagrado en este mundo es la infancia. Pero para lograr esto uno tiene que recurrir a la hipocresía, al exceso de eufemismos y a caer en la contradicción constantemente, dado que un mundo desmaquillado supondría una losa demasiado pesada para sobrellevar desde un inicio. Gran parte de la crianza consiste en nuestra capacidad para entretenerlos y en una meticulosa estrategia de distracción cuyo objetivo primordial es impedir exponerlos al lado más ruin de nuestra especie.

Los aspectos adversos de la formación —no obstante— se vuelven más llevaderos cada vez que consigo desechar la nata tóxica que envuelve mi psique adulta para dialogar nuevamente con el estado más auténtico del ser, previo a las doctrinas neurotizantes que nos impone la sociedad en turno. No es tarea fácil, menos para una bestia como ésta, carcomida por la descreencia, pero ahí es donde la formación adquiere un sentido de correspondencia, y en ese momento la paternidad se acerca más a ese mundo fantástico donde prosperan los unicornios púrpuras y los monaguillos vieneses conservan su virginidad. En otras palabras, me basta ver a O. sonreír para resucitar aquel mantra que respira en mi mente a modo de paisaje sonoro: la infancia es lo único sagrado en este mundo. Es un mantra atinado; después de todo, la exposición prolongada al oxígeno acelera la putrefacción de todo organismo.

Esta inmersión al origen ha hecho que mi experiencia se torne más lúdica y reveladora. Mi acompañamiento de O. en su mundo ha sacado a flote recuerdos de mis años tiernos que pensaba desintegrados en el tiempo. Y como cualquier hijo de vecino aficionado a la psicodelia, agradezco sobremanera cualquier acercamiento a la infancia y a esa capacidad de asombro que sigue a la inocencia y curiosidad inmaculadas.

Asimismo, uno de los aspectos que me han resultado más fascinantes y gratificantes en mi interacción con O. ha sido el de la evolución exponencial de nuestra comunicación; pero, sobre todo, el hecho de poder observar con ojos propios su necesidad de nombrar un mundo que, de no ser por el lenguaje, sería reducido a un pantano alienígena. Es una gran manera de abordar la antropología lingüística sin la necesidad de contagiar a alguna tribu voluntariamente perdida con un virus de nueva generación.

Lamentablemente resulta difícil conservar abierto el portal donde el intercambio entre los dos mundos fluye como el agua, ya que la perra realidad siempre está al acecho, buscando interferir y romper esta sintonía sublime, ya sea mediante una invitación del SAT, los espectaculares de políticos en campaña o un encuentro fortuito con la vecina del 210.

Este frágil equilibrio se manifiesta en todos los aspectos de la crianza. A final de cuentas, la cuerda sobre la cual nos balanceamos los padres es una apenas visible y que se presta a muchas interrogantes. ¿Cómo educar sin imponer?, ¿cómo pregonar la paciencia sin perder la cordura?, ¿cómo ser permisivo sin desdibujar un rumbo concreto? El margen de error resulta vertiginoso.

Romper con los viejos modelos de crianza con los que crecí supone otro dilema que me aparece de modo recurrente: el temor a caer en el autoritarismo. Y es que la paternidad, al menos en el terreno de lo posible, es la tiranía al alcance de cualquiera. Poco saben los hipopótamos alados de las leyes de la física y de las consecuentes conmociones cerebrales.

El hecho de que sea niña sumó otra rama de inquietudes a esta letanía de incógnitas, sobre todo considerando el contexto social actual. Vamos, que las consecuencias de la misoginia en nuestro país pueden llegar a ser fatales para las mujeres por el simple hecho de serlo, sin mencionar las implicaciones de sus expresiones menos drásticas.

De igual manera, el factor cromosómico me obligó a un ejercicio reflexivo que, a su vez, me ayudó a observar desde otros ojos lo que significa ser una mujer en un mundo dominado por los hombres; en la brutalidad e ignorancia que yacen detrás de esta injusticia. Por fortuna, percibo a una generación mucho más deconstruida y sensibilizada. Y es que la depuración constante de la evolución sigue su marcha… los perros ladran, pero la caravana avanza. Aunque no sobra recordar que aún falta mucho campo por recorrer.

Otro factor a considerar, al menos en mi caso, es el de la paternidad tardía. Si bien es muy cierto que con la edad uno adquiere una perspectiva más amplia de la vida y que se goza de mayor estabilidad emocional, la falta de energía naturalmente se resiente más y la idea de una partida prematura a menudo pincha el corazón. Además, corro el riesgo permanente de ser calificado como abuelo ejemplar cada vez que pongo pie en el parque. Así y todo, los padres viejos tenemos una ventaja implícita en el sentido de que ya bailamos todos los tangos y cumbias bajo el sol; lo que significa, en otras palabras, que no guardamos ningún resentimiento secreto o inconsciente hacia nuestras crías por el hecho de habernos arrebatado la juventud.

Pero también es cierto que cuando la realidad interfiere en esa comunicación armónica referida líneas atrás, el aburrimiento se vuelve insostenible y puede conducirnos a simulacros de muerte cerebral. Sobre todo en lo que se refiere a la obligada incursión en la literatura infantil. En más de una ocasión me he visto tentado a emitir una fatwa contra algunos de sus autores, entre otros motivos, por pecar de efectistas y por su falta de consideración para con sus lectores activos. Un ejemplo concreto de lo dicho es el elefante Elmer. El malparido elefante Elmer no es otra cosa que un organismo descerebrado cuya supuesta virtud consiste en que es diferente a los de su especie. Con esto último me refiero a los notarios públicos, que no a los elefantes, porque todos ellos son representados como criaturas autómatas y anodinas. El narrador no deja de ufanarse por la llana singularidad del puto Elmer, como si no tuviéramos ya de por sí un superávit de artistas conceptuales por colonia.

En cuanto se refiere a sus primeros años de vida —por lo menos—, estamos sujetos y acotados a las delimitaciones físicas de su mundo, ése que crece con cada paso que da. Esta miopía impuesta no es necesariamente mala; por el contrario, me ha servido para redimensionar mi entorno y observarlo con detenimiento, de tal modo que recupero, aunque sea por momentos, mi curiosidad por los detalles más nimios.

Me he sorprendido una y otra vez estudiando las cortezas de los árboles con una mirada parsimoniosa y jovial; alimentando con mi cachorra a las palomas (y ratas) del parque delegacional; sonriendo como un reverendo imbécil cada vez que la veo bajar por el tobogán o saltando de alegría sin ningún motivo aparente. Lo que omiten los hipopótamos y callan los monaguillos es que para salir de casa primero hay que abastecerse de insumos y utilerías suficientes como para invadir Kiev.

En muy resumidas y simplificadas cuentas, podría decirse que la labor de un padre es muy similar a la de un mánager de rockstars. Las coincidencias conductuales entre los frontmen en turno y los bebés en cuestión son realmente abrumadoras: se vomitan encima, despiertan a cada hora para exigir un trago, somos presas de sus caprichos anímicos que, dicho sea de paso, son más variables que el viento que corre en Cadaqués. Hay que acompañarlos a todos lados, giramos en torno a su mundo y, claro, les limpiamos el culo a modo pro bono. Por si fuera poco, tenemos que probar su comida, cual viles sirvientes de un dictador. Pero, vamos, todo esto lo escribe el señor de la sonrisa idiotizada, ese mismo que todos los días empuja una carriola mientras que silba un tema de Elton y acaricia el copete de la ardilla que baila en su hombro sin contemplar la probabilidad de contraer tétanos.

En ese mismo tenor, confieso que escribir sobre un tema tan vasto e íntimo como la paternidad, sin caer presa de la cursilería más ordinaria, resultó ser un ejercicio interesante, por no decir olímpico, ya que la cursilería es más seductora y embustera que un reptil abrahámico. Sostengo que nada que nos acerque a la infancia puede ser malo; sin embargo, no puedo negar que me he convertido en un cliché trasnochado.

Mi lucha en el Chicago Tribune

Publicado septiembre 9, 2021 por @ari_volovich
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Por: Mixar López para Chicago Tribune

Ari Volovich (Jerusalén, Israel, 1974) es escritor, periodista, cronista y traductor. Los inicios de su trayectoria profesional fueron orientados hacia los desencuentros palestino-israelí. Es autor de “El Centinela del Gulag” (Tedium Vitae, 2017), “Jet Lag” (Moho, 2013) y coautor, junto con el monero Jis, de “Blasfemias Ilustradas” (Tusquets, 2011).

Con respecto a su nuevo libro “Mi Lucha” (Moho, 2021) entrevisté a Ari Volovich; hablamos sobre esta publicación que describe el mundo con resignación y desgano, malicia y humor fuera de molde, como escribiría Guillermo Fadanelli.

Charlamos además de los desencuentros del conflicto palestino-israelí, los dogmas ideológicos y conceptuales inherentes al nacionalismo, y obviamente, de sus libros y literatura.

Ari Volovich, nacido en Jerusalén, es escritor, periodista, cronista y traductor.
Ari Volovich, nacido en Jerusalén, es escritor, periodista, cronista y traductor. (Ari Volovich/Cortesía)

¿Qué representa para Ari Volovich la frase: ‘Mi única pertenencia a esta especie queda varada en el retrovisor. El mío es un viaje hacia el útero negro, hacia el baldío sublime, hacia la inexistencia humana’?

Esta frase resume muy bien una de las premisas clave del libro: El deseo de Oz por disociarse de la humanidad. El “útero negro” es el cenote donde desemboca nuestro Ganges, ése que nos encauza hacia la nada para sumarnos a la armónica inexistencia galáctica, aunque suene a astrofísica en verso.

¿Qué recuerdas de tu infancia en Jerusalén?

En realidad yo nací en Jerusalén por una falla técnica. Sucede que no existía un hospital en mi rancho: un pueblo porteño 30 kilómetros al sur de Tel Aviv (en Israel, al igual que en la colonia Nápoles, casi todo está a media hora), donde los peluqueros, mecánicos, pescadores y amas de casa magrebíes nacen y fallecen con la misma entrega de los salmones. Cuando yo gateaba en las dunas, Ashdod era un pueblo de apenas 20,000 habitantes. A pesar de todo, mis recuerdos son los de una infancia perfecta. Había una libertad absoluta para los niños. Teníamos el desierto y el mar a nuestra disposición. Por las tardes jugábamos al fútbol y al básquet, también surfeábamos, pescábamos en los muelles y esnorqueleábamos en los arrecifes artificiales del puerto. Todo iba bien hasta que la política vulneró mi inocencia, para situarme en un pueblo conservador con una clara vena derechista, donde la única forma para salir adelante era corriendo al mostrador de KLM con un puño lleno de dólares.

¿Cómo fue que te fuiste interesando en los desencuentros del conflicto palestino-israelí?

Porque si vives en Israel, el desencuentro llega a ti. Claro que si vives en Gaza, te cae del cielo. No hay manera de esquivarlo. Sería lo equivalente a vivir en Chicago sin nunca mencionar la violencia del viento.

¿Cuáles son los dogmas ideológicos y conceptuales inherentes al nacionalismo y a la identidad que cuestiona Ari Volovich?

Los que emanan de la derecha israelí. Los de aquellos individuos que pululan allá y que pregonan la supuesta superioridad étnica de los judíos israelíes sobre la población palestina. Cuestiono la validez de cualquier incauto que se piense superior a otro por antonomasia. Cuestiono esa construcción premeditadamente plana del otro, del árabe, como el enemigo unidimensional a quien debemos combatir incansablemente para sobrevivir. Pero sobre todo, cuestiono a cualquier palurdo que se muestre orgulloso de su racismo y confunde la ignorancia con una suerte de virtud, como suele suceder en el Israel actual. Vamos, que la identidad se construye a la medida de uno. Nada ni nadie debe encasillarnos en su agenda ni predicarnos sus vicios. Nuestra especie, la humana, es una bacteria fetichista, pero una bacteria al fin y al cabo.

¿Qué representa para ti la revista Replicante, de Rogelio Villarreal, en la que funges como miembro de la mesa de redacción desde 2007?

Le tengo mucho cariño al proyecto de Villarreal ya que lo vi nacer y dar sus primeros pasos. Siento que Replicante reúne a un elenco de voces interesantes y es un espacio donde todas las expresiones humanas tienen lugar para desenvolverse con libertad, desde los queers republicanos hasta menonitas progresistas, por decirlo de alguna forma. Si bien no siempre concuerdo con la línea ideológica de Replicante, sí aprecio la cuidadosa mano de Rogelio a la hora de editar cada número.

Parte de la obra literaria del escritor israelí Ari Volovich.
Parte de la obra literaria del escritor israelí Ari Volovich. (Ari Volovich/Cortesía)

¿Cómo fue la primera vez que viste a Guillermo Fadanelli?

Fue en el extinto restaurante Belmont, hacia finales del siglo pasado, en la Condesa pregentrificada. Él seguramente no se acuerda. Tenía cautiva la atención de toda nuestra mesa con su relato sobre una desventura que tuvo con un policía de tránsito que a punto estuvo por concluir en unos madrazos. “Vamos a darnos de una vez, oficial, que más feo no me va a dejar”, concluyó Guillermo su relato y nuestras carcajadas salieron al unísono. Derrochaba una sabiduría sui géneris irresistible para una ruina filistea como ésta que tienes frente a ti. Poco a poco y con el transcurso de los años, descubrí que el corazón, la nobleza de espíritu y los hábitos suicidas de Fadanelli coincidían con los del Santo Bebedor de Joseph Roth.

Háblame de tu libro ‘Jet Lag’ (2013), y de su mezcla de crónicas con digresiones, mini relatos, ideas, aforismos y algunos chistes.

Le tengo un cariño muy especial a ese libro, sobre todo porque reúne una buena parte de mis primeras crónicas y relatos, y los reúne con una idea muy clara, o, dicho de otra forma, el libro obedece a un leitmotiv muy marcado, que es el desarraigo y la crisis de identidad. Es una suerte de historial clínico.

¿Cómo surgió el libro ‘Blasfemias ilustradas’ (2011), en el que colaboraste con el monero Jis?

Todo se dio gracias a Facebook y a mi entrañable amiga y distinguida madrota de la Perla Tapatía, Diana Solórzano, quien es, casualmente, hermana de Jis. El licenciado José Ignacio Solórzano tuvo a mal echarle flores a las ocurrencias que yo solía publicar en esa plataforma con una regularidad preocupante. Imaginé un libro con mis aforismos ilustrados por los trazos turbulentamente atinados de mi amigo y Sensei. Diana se encargó de presentarnos. Más allá del libro, lo más rescatable de esa experiencia ha sido una amistad que ha sobrevivido a una pandemia y a dos sexenios y medio.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Contracultura?

Lo único que me viene a la mente son Los Bukis.

¿Qué significa para las mujeres y las niñas que los talibanes hayan tomado el control de Afganistán?

Significa la muerte en vida. Los talibanes no representan a un pueblo, son un tributo a las filias cavernarias del ser homo sapiens. La realidad en Afganistán me resulta increíble, en el sentido literal de la expresión. Son la némesis del sentido del humor y de la buena vida. No parlo ese idioma.

¿Por qué publicar un libro con el título de las biografías de Hitler?

Es mi humilde intento de restarle exclusividad a la lucha de esa infame ameba austriaca que arrastró al mundo entero a las entrañas del averno con tal de satisfacer sus filias homoeróticas. “Ponte seria, perra… Todas tenemos nuestra lucha”, me gustaría decirle en voz de algún travestí dirigido por Almodóvar.

Haciendo referencia a ‘Mi lucha’, ¿toda despedida es un tálamo de muerte?

Al menos toda despedida de tintes definitivos.

¿Cómo se dio la conexión con Bayrol Jiménez, para la gráfica del libro?

Guillermo y Yolanda propusieron a Bayrol para ilustrar el libro. En cuanto vi algunas muestras de su trabajo, lo visualicé perfectamente bien en las páginas de “Mi lucha”.

¿Cómo definirías ‘Mi lucha’?

Es curioso, porque me divertí sobremanera detrás del teclado, y yo nunca he  asociado la escritura con el divertimento. Por el contrario: la escritura, en mi caso, por lo general resulta ser un proceso doloroso. Es un espejo donde se reflejan los precipicios de la psique. Todo esto para decirte que “Mi lucha” me parece una lectura muy amena y divertida. Es, entre otras cosas, un tributo al humor negro.

¿Por qué seguir publicando?

Hay que sacar a orear los traumas, macho.

MI LUCHA (EDITORIAL MOHO, 2021)

Publicado septiembre 5, 2021 por @ari_volovich
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***EXTRACTO***

Estimado señor Manischewitz, me es difícil expresar con palabras la conmoción que sentí al leer tu texto. No me puedo explicar de dónde viene tanto odio al país que te vio nacer, pero permíteme decirte que tu visión está muy alejada de la realidad. Israel es un país que siempre ha buscado la paz, pero los palestinos no quieren paz, son víctimas del odio que les inculcan de manera sistemática. ¿Cómo explicas si no el que hayan elegido al grupo terrorista Hamás en las únicas elecciones democráticas que han tenido? No, señor. Siento mucho el trauma que te dejó el ejército, aparentemente, pero tu forma de ver las cosas no concuerda con lo que está sucediendo en Israel. Nuestro deber es mantener una imagen positiva de nuestra patria en particular y de los judíos en general. Tus palabras rozan con el antisemitismo. Por obvias razones, no vamos a incluir tu manuscrito en la antología. Que tengas una excelente tarde.


El mensaje me agarra en mi estado predilecto: cabreado y medianamente lúcido. Me dejo impulsar por esa inercia para
responderle de inmediato.

Estimada Equis, veo que la propaganda israelí ha hecho muy buena mancuerna con tu ignorancia y negación, si acaso uno puede negar lo que ignora, pero déjame decirte un par de cosas: he visto con mis propios ojos el maltrato sistemático del Estado que tanto defiendes en contra de la población palestina. La gente como tú refuerza mi certeza de que quienes de verdad aprendieron las lecciones del Holocausto fueron los alemanes, y claro, algunos israelíes pensantes en vías de extinción. Uno critica lo que quiere y lo que le resulta remediable, por eso es que he desistido en los últimos años en tocar el tema. Tú y los que ven el conflicto árabe-israelí de esa manera tan descabelladamente simplista son los responsables de la perpetuación de la Ocupación y del genocidio a cuentagotas de los palestinos perpetrado por quienes gobiernan el lugar donde mi madre decidió parirme.

Me gustaría suponer que padeces de una ingenuidad clínica, porque de lo contrario, eso supondría una defensa premeditad de la atrocidad. Y si ya entramos en el ámbito traumatológico, te sugeriría superar a Hitler de una buena vez. No sé si estás al tanto de la situación en Gaza, pero te vendría bien ver las condiciones infrahumanas en las que malviven los gazatíes: sin acceso a los servicios básicos, con miles de parientes encarcelados en las prisiones israelíes; con abuelos, madres, padres, hermanos e hijos asesinados, sin mencionar los bombardeos masivos que reciben cada tantos meses; la sobrepoblación de casi dos millones de habitantes, a duras penas puede estirar los brazos en esa prisión cuya extensión es mucho menor a la de Iztapalapa. La única expectativa de vida que tienen es morir. Creo que son motivos suficientes como para cultivar un odio más que justificado en contra del establishment israelí. Te invito a practicar la empatía, a calzar los zapatos de un gazatí. Verás que hay más de una versión del conflicto, pues la que mencionas no es más que la versión con la que te han lavado el cerebro y que resulta milagrosamente reconfortante. Pasa un día en Gaza y veremos si no te sientes tentada a practicar la autoinmolación erótica.


La muerte para quienes tuvieron a mal nacer en ese terruño castigado es lo equivalente a una residencia artística en la Polinesia Francesa. La ONU, que de poco sirve, ha decretado que en 2020, Gaza se convirtió en un territorio inhabitable.

Por último, el supuesto antisemitismo que me atribuyes no tiene fundamentos fuera de la paranoia. En todo caso, no hay nada más antisemita que actuar como un puto nazi.

Mi lucha

Publicado septiembre 2, 2021 por @ari_volovich
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Fragmento de Mi lucha, mi más reciente libraco, editado por la familia Moho:

«¿Por qué la gente asume de manera tan natural que las cosas van a mejorar? Digo, entiendo que esa esperanza responde a una necesidad más que a una certeza, pero ¿por qué coño tendrían que mejorar las cosas si la vida misma es el resultado de un cúmulo de accidentes? Los descalabros son más probables que salir airosos de esta existencia embustera. En el mejor de los casos moriremos solos en nuestras camas de un infarto súbito e irreversible, tras haber perdido a nuestros compañeros de vida, amigos y seres queridos. ¿De dónde mierda sacamos que nos merecemos algo bueno? El culto en torno a nuestro individualismo y a nuestro etnocentrismo irracional nos está ofuscando la vista. Tapamos al universo con nuestros espejos negros, con el optimismo fotogénico que intentamos pregonar como una doctrina, cual si éste fuera la aspiración máxima y única razón de la existencia humana. La felicidad es más fugaz que cualquier guiño astral y el universo no conspira ni a favor ni en contra de nuestra microscópica e inadvertida estadía en este planeta: es absolutamente indiferente. Estamos solos, a merced de una roca que, por cierto, tampoco goza de conciencia ni de un instinto maternal. Es más, estaríamos mejor con la indiferencia cósmica: nuestra tragedia es de tintes burdamente terrenales: estamos sometidos a los caprichos de los peores exponentes de nuestra especie que nos otean desde sus palcos de marfil curado. Luego pasamos horas en los divanes intentando volver a nuestros traumas embrionarios, ¿con el fin de qué?, ¿de qué mierda?, ¿para saber que nada cambia y que todos vamos a terminar flotando boca abajo en el Ganges de nuestra demarcación municipal? A lo más que podemos aspirar es a distraernos en lo que llega la estocada final; a remojar nuestros culos en el océano de vez en cuando; a alterar nuestra química cerebral para destruir uno que otro dogma que se traspapeló a nuestro microcosmos neuronal; a sortear la vasta gama de tragedias que nos acechan cual bacterias…»

Nueve años de gestación

Publicado julio 3, 2021 por @ari_volovich
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(Publicado en El Cultural)

Los días que siguieron a la noticia de mi futura paternidad transcurrían al margen de mí, como un paisaje brumoso visto desde el interior de un tren bala. Las expectativas y los temores otrora situados en la lejanía poética, adquirieron de pronto una dimensión más cruda, como suele suceder cuando se coquetea con lo auténtico. A pesar de que el embarazo era a todas luces deseado, fruto de una decisión premeditada y sopesada a lo largo de años junto con mi pareja, C, la tangibilidad del hecho me orilló a un nuevo ejercicio introspectivo, de esos que aceleran el corazón. 

Lejos quedó aquella noción romántica que se aferraba tímidamente a mi idea de la paternidad, donde me proyectaba como una figura inalterable, rebosante de esa sabiduría, paciencia y amor necesarias para el sano desarrollo del futuro homo sapiens. Claro, toda teoría se esfuma cual petardo decembrino en cuanto se asoma la práctica. 

Volví a hacer un recuento de los aspectos negativos que supone traer a un ser a este mundo tan maravilloso y atroz. En el primer lugar figuraba la sobrepoblación, tanto por mi flagrante contribución a esta calamidad como por representar el origen de todos los males, responsable de una buena parte de los problemas que nos aquejan: la huella de carbono y todas sus acepciones, la pobreza extrema, el agotamiento de los recursos naturales y la inevitable extensión de la cola del Oxxo.  

A final de cuentas, sumar a una cría al proyecto humano implicaba exponerla a los aspectos más ruines de nuestra especie y de sus respectivas sociedades. Claro que todas las guerras libradas en nombre de dios y las atrocidades cometidas en honor al dólar, el resurgimiento del fascismo en el mundo occidental, la vuelta del nacionalismo exacerbado, las futuras guerras por el agua y la pronunciación de las brechas socioeconómicas, también daban leña para optar por la vía anticonceptiva. Vamos, que para traer a un niño a este universo descabellado e indiferente, hay que abrazar esa negación olímpica inherente al optimismo. Sin embargo y en el fondo, las reservas y preocupaciones de carácter individual se antojaban como las de mayor peso a la hora de tomar la decisión. ¿Cómo explicarle los aspectos más obscenos del ser humano y transmitirle una visión favorable de la humanidad sin caer en la mentira?  

No obstante y a pesar de nuestra capacidad de razonar, seguimos siendo criaturas limitadas al capricho y merced de las fuerzas naturales. En otras palabras, el narcisismo biológico puede más que el raciocinio de Newton.       

Semana 6 

C y yo acudimos a nuestra primera cita con la ginecóloga. Contrario a la experiencia que perpetúan el cine comercial y la literatura complaciente hasta el hastío, no sentí más que un desinterés activo al momento de contemplar aquella mancha amorfa que arrojaba el ultrasonido en el monitor. No fue sino hasta que escuché el latido de su corazón que experimenté un repentino vínculo con el eje gravitacional de la Tierra. Mis teorías de pronto habían adquirido pulso. Salí del consultorio por un cigarro largo. 

Semana 12 

Nuestro calendario ahora se regía oficialmente por semanas en lugar de meses y años. Tenía cierta lógica: cada una de ellas transcurría a la velocidad de un ciclo solar y acontecían la misma cantidad de sucesos que durante un año natural. Sobre todo para C, claramente, quien llevaba más de doce semanas vomitando y resintiendo todos los achaques dantescos que contempla el libreto gestacional. Nunca lograré entender por qué las mujeres se disponen a atravesar semejantes avernos con tal de experimentar la maternidad. Si dependiera de los hombres, desistiríamos de tan noble empresa con la simple posibilidad de experimentar una ligera comezón en los sobacos. En fin.  

Cada semana, me veía inmerso con mayor frecuencia en momentos de mi pasado que pensaba extraviados en el olvido. Y es que, aunque de manera inconsciente, intentaba reconstruir mi niñez para lograr sintonizarme con la de mi cría. Estos viajes al centro del origen, paradójicamente, servían para soterrar los residuos de la infancia perdida.  

Semana 16 

Las náuseas y los vómitos cesaron del mismo modo súbito en el que llegaron. C estaba entrando en lo que parecía ser un pasaje amable del embarazo. 

Los resultados de la prueba de género parpadeaban en mi bandeja de entrada. Yo también tenía mis preferencias, claro, si no soy hijo de ambientalistas. Hice un nuevo balance de los pros y los contras que me deparaba el azar genético, en lo que volvía mi mujer. Agarré mi libreta y anoté:  

Razones por las que prefiero que seas lesbiana 

Digo esto porque en términos generales, los hombres somos bestias herméticas, al menos en lo que se refiere a la inteligencia emocional; esto acota la plenitud de nuestra experiencia existencial, lo que suele hacernos seres sentimentalmente reprimidos y, por ende: violentos y aburridos. Claro que las mujeres la tienen más difícil, pero cada infierno se mide en relación al demonio a cargo y no en contraste con otro.  

Que quede claro, no estoy diciendo que los hombres seamos inferiores a las mujeres, de ningún modo. He conocido a muchos hombres nobles y mujeres viles, lo mismo que mujeres excepcionales y hombres nefastos. La miseria humana corre por un sendero distinto al cromosómico. Pero bueno, al menos en términos estadísticos, las mujeres suelen ser más decentes y consideradas, por lo que supongo que tus probabilidades de conseguir una pareja que te procure, mejorarían significativamente. 

“¡Vamos a tener una niña!”, exclamó mi mujer a todo pulmón y la puerta se azotó detrás de la noticia. Dejé la libreta a un lado y ofrecí mi persona para interceptar su abrazo.  

Semana 22 

En tiempos gestacionales, faltaban, en promedio, 16 años para el día del parto. C irrumpió en el estudio para decirme que contrató los servicios de una doula con el fin de aprender las técnicas ancestrales acumuladas desde la Antigua Grecia hasta la era del Tik Tok, y así sobrellevar el embarazo de la manera más saludable posible y, claro, también para contar con el acompañamiento emocional que seguramente haría falta. La primera sesión, me dijo, sería en cinco minutos.  

Después de la parte introductoria, pasamos a una clase de yoga prenatal. Antes de darme cuenta, estaba sentado en una pelota gigante e imaginando, a petición de la doula, que tenía una clitorea ternatea suspendida en el centro de mi ingle. Una vez que logré resolver mis complejos más elementales y visualizar el azul profundo de sus pétalos, confieso que experimenté una sensación liberadora sin paralelos. Guardé el contacto de la doula. El orden alfabético quiso colocarla justo abajo del Díler. 

Semana 30 

C estaba en la recámara untando su panza con cremas y ungüentos precolombinos. Yo intentaba ponerle el punto final a un texto que se me había salido de las manos, cuando de pronto escuché un grito que a punto estuvo de provocarme un infarto. “Me dio un calambre”, exclamó C, y mi flujo sanguíneo recobró su ritmo habitual. Masajeé sus pantorrillas para aliviar el dolor y recibí el mensaje de mi amigo H, en el que me comunicaba, con lujo de detalle y exceso de solemnidad, su más reciente descalabro amoroso. Bien, pues resulta que una de las enormes e inadvertidas ventajas de la paternidad gestacional, es que los tormentos de tus amigos solteros terminan por acariciarte los oídos como la dulce brisa que corre por Chipre.  

“¡DESPIERTA, CAPULLO INSANO! EL AMOR ROMÁNTICO ES UN INVENTO QUE NOS VENDIÓ EL HOMBRE BLANCO PARA MAQUILLAR LA BURDA NECESIDAD DE LA ESPECIE POR SOBREVIVIR Y PERPETUARSE AD NAUSEAM”, escribí y borré, para luego compartirle un emoji que comunicara empatía y solidaridad.  

Semana 32 

A pesar de que sólo faltaban seis semanas para el nacimiento de mi lesbiana en potencia, C y yo seguíamos sin poder ponernos de acuerdo en cuanto al nombre. Y es que se dice que los nombres son destino. Bien, pues al margen de si esta sentencia contenga algo de verdad, lo que sí era cierto es que al menos hasta ese momento aún tenía alguna injerencia en el origen, por lo que veía como una obligación ética descartar de la lista a Bernardita, Faustina y Franchesca, entre el puñado de nombres que ofrece el acotado registro civil argentino, al que tanto se aferraba C, ya sea por nostalgia fonética o por algunos atisbos patrioteros inconscientes. De la infinidad de batallas que las parejas tienen que librar durante la gestación, ésa era una que merecía, a mi juicio, una defensa feroz. Volvimos a acordar una tregua temporal, como toda tregua. 

Semana 35   

Regresaron las náuseas y los vómitos. La dulzura que nos envolvía cual faisanes en su nido de miel, se había desintegrado en el fondo de un despeñadero imaginario. El sufrimiento que conlleva la creación de una vida recobró su cruda esencia.  

La voz jovial de la ginecóloga adquirió de pronto un tono serio tras concluir la batería de pruebas protocolarias. El líquido amniótico, nos aclaró, estaba disminuyendo y el cordón umbilical estaba apretando el cuello de nuestra cría, de tal suerte que su ritmo cardiaco disminuía de a momentos. Mi sangre se precipitó en caída libre hasta mis pies. Perdí el balance y la compostura. Las palabras de la buena doctora se antojaban demasiado gruesas para poder ser digeridas por mis oídos. Tomé asiento y apreté la mano de C, quien asimilaba la nueva información con el temple de una guerrera yazidí, lo cual me resultaba algo extraño, dado que la he visto perder los estribos con temas por demás triviales. En ese preciso momento me llegó otro mensaje de H colmado de la misma melancolía y desamor que el anterior.   

La ginecóloga nos sugirió una inducción de parto a programar para el día siguiente. “Nos vemos en el hospital, chicos”, dijo con una sonrisa cálida. C salió con el ánimo decaído; había cumplido cada una de las indicaciones de la doula al pie de la letra con el fin de poder llevar a cabo un parto natural y así evitar cualquier indicio de violencia obstétrica, como el tacto o las drogas filtradas. Yo, por mi parte, me sentía muy necesitado de un anestésico de última generación.    

Tomé una nota mental de mi respuesta a H: ¡CON UNA CHINGADA, YA ESTÁS BASTANTE HUEVÓN COMO PARA DEPRIMIRTE POR UNA FICCIÓN RAMPLONA! ¡SALTA DE UN PARACAÍDAS, VIAJA A UNA ALDEA SOMALÍ O PÍDELE A UN BUEN CRISTIANO QUE TE PATEE LOS HUEVOS! ¡LO QUE SEA NECESARIO PARA QUE DESPIERTES AL MUNDO DE LOS SIERVOS DEL CAPITALISMO!   

25 de marzo de 2021 

Después de 60 horas de sesiones prenatales que giraban en torno a las ventajas del ayurveda sobre la medicina convencional, al complot maquiavélico que malvive dentro de las drogas obstétricas y a la belleza invaluable de los partos naturales; tras 15 horas de un tortuoso trabajo de parto y de dos noches en vela, C, al igual que tantas mujeres valientes antes que ella, sucumbió a la madre oxitocina para terminar bajo los reflectores del quirófano. 

Los cirujanos discutían sobre la valiente renuncia de Harry y Meghan al trono inglés a la vez que desgajaban a mi media naranja para extraer de ella a un diamante cubierto de sangre.  

Mientras C se recuperaba del inmaculado milagro del nacimiento, del parsimonioso aleteo de las cigüeñas y de una incisión transversal de 5 capas de tejido, yo me limité a anotar algunos consejos dedicados a Olivia y, de paso, a cualquier criatura que pretenda sobrevivir en este plano existencial: 

Aléjate de cualquier incauto que asegure poseer la verdad.  

No temas a hacer el ridículo. Alégrate porque el universo es absurdo.  

Experimenta mucho en el amor ya que es una disciplina.   

Recuerda que lo único sagrado en la vida es la infancia. 

Procura conservar el sentido del humor y la curiosidad: son lo último en morir y el único vínculo con nuestra esencia.