Nación Freak

suicidex900

16 de septiembre de 2011. 01:15 horas.

Una ráfaga de viento templado encuentra su cauce en el interior del Salón Corona para extender los últimos residuos del clamor patriotero que crepitan a lo lejos desde las tráqueas avinagradas de aquellas minorías en ascenso que aún bien iniciado el siglo que corre, eligen ignorar las atrocidades perpetradas por un gobierno que los ha despreciado desde siempre a cambio de la fugaz euforia que brinda la ilusión de la pertenencia; de aquellas personas que no han logrado desarrollar los anticuerpos necesarios para permanecer inmunes ante el ondeo anacrónico de las banderas, a los jingles nacionales y al derroche de cinismo que arrojan las botargas en turno desde el balcón del Palacio Nacional.

La corriente de aire desdibuja la melena rubia de Álvar —un colega vasco que conocí en Jerusalén 10 años atrás— sin permitir que este fenómeno microclimático lo doblegue. Vacía en su interior un tarro de cerveza para luego secarse los labios con la manga de su camisa a cuadros. “¡La cerveza mexicana sí que mola, macho!”, exclama con un par de ojos inyectados de sangre y premoniciones etílicas.

Un sujeto envuelto en una chamarra militar de corte americano, ajada debido a una prolongada exposición al neoliberalismo, se para frente a nosotros. Masculle algunos temas de los Beatles y los Rolling Stones que procura enfatizar inútilmente con su armónica. Detrás de sus gafas de sol azul metálicas yace empotrado un rostro de piedra. Las baladas se ven interrumpidas de vez en vez por sus soliloquios en torno a las secuelas de la conquista española, reparando en el daño de la aludida colisión histórica en la psique nacional y de paso, en la suya.

A Álvar le resulta divertido cada vez que el sujeto nos señala como los “anglosangrones presentes”, “ultrajadores del alma noble del indígena” y “contaminadores de la Pacha Mama”.  Posee una mentalidad varada en algún punto de los años noventa, cuando todavía se pronunciaban términos tan fantásticamente descabellados como el racismo inverso y no el racismo a secas, sin despertar las sospechas de las buenas conciencias. Vive convencido de que sólo el racismo y la xenofobia de los güeros deben ser tomadas con cierta seriedad. Entiendo su fascinación. La glorificación de lo ordinario es necesaria para lograr sublimar la experiencia turística.

Escucho con un desdén por demás desenfadado los desplantes de xenofobia rampante y el tarareo rasposo de aquel ombudsman de lo prehispánico en su incansable repertorio a modo de tributo a los mayores exponentes musicales anglosangrones. Un ojo poco versado me calificaría de apático y no estaría del todo errado. Álvar celebra y aplaude cada una de las rabietas que salen de la boca de aquel rostro inmutable.

Para mi fortuna, la ginebra logra su cometido de manera súbita y puntual. Los lamentos post hispánicos del sujeto de la armónica y las carcajadas de Álvar se van opacando hasta adherirse cual jeroglíficos al torrente sonoro que fluye a una latitud cada vez más remota a la mía. Me dejo arropar de buena gana por el silencio que sigue a mi adormecimiento sensorial y reposo mis ojos en la calle a modo de lengua para extraer sus nutrientes tóxicos, cuando de pronto, la silueta de Andreas Kartak —al menos la que siempre ha existido en mi imaginario— surca mi campo visual. Reposo mis ojos sobre su espalda mientras lo veo alejarse a paso lento y firme hasta desaparecer en la esquina de 5 de Mayo, para desprender un aroma que se me antoja de esencia púrpura. De nada serviría frotar mis párpados dado que siempre he desconfiado de la realidad.

“Ahora vuelvo, hermano”, le digo a Álvar quien se encuentra demasiado absorto en los destellos cómicos de la xenofobia como para reparar en mi futura ausencia. Lanzo un billete sobre la mesa para pagar las tres cervezas que bebí con el fin de encubrir mi contrabando de ginebra y salgo tras la pista del entrañable antihéroe.

“Qué poca carrilla aguanta el Gran Satán”, alardea el sujeto de la armónica detrás de mis espaldas ante su público cautivo. Las carcajadas de Álvar me siguen media cuadra hasta que el escape de una motoneta se impone para enmudecer buena parte de Bolívar.

Pego la ánfora a mis labios y por un instante no me queda claro quién está sorbiendo a quién. Me apresuro para alcanzar la esquina de 5 de Mayo antes de perderlo de vista. Logro observar a lo lejos el contorno intermitente de Kartak que pasa por debajo de los postes de luz hasta desintegrarse gradualmente en la oscuridad. Imprimo mayor velocidad a mis pasos —no corro aunque me prendan fuego— y doblo a la derecha obedeciendo mis intuiciones para adentrarme en Filomeno Mata hasta donde nace Xicoténcatl. La calle se encuentra pobremente iluminada y deshabitada excepto a la Silueta que ahora está recargada sobre el muro del Museo Nacional de Arte mientras que forja un cigarrillo.

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“¡Kartak!”, vocifero sin detenerme. La Silueta permanece inmutable, con su sombrero y hombros teñidos del verde pálido que vierten los postes de luz. Con una parsimonia por demás envidiable, frota la cabecilla de un fósforo en el raspador. El destello de la pólvora ilumina la punta del cigarrillo y una barba irregular. “¡Andreas Kartak!”, grito nuevamente desde una distancia que no puedo medir y sin embargo considero prudente. Lejos de responder a mi llamado, la Silueta me da la espalda y vuelve a ponerse en marcha. La sigo a diez pasos de distancia. La Silueta se detiene en la esquina de Donceles y Xicoténcatl. La luminosidad trasnochada del raído letrero del Teatro Fru Fru consigue darle cierta nitidez a la Silueta. Me resulta irreconocible. Esa complexión rolliza corresponde más a la de un banquero que a la del santísimo bebedor. No obstante, me dejo llevar por la impulsividad e inhibición inherentes a la intoxicación etílica, acelero mi paso y pongo mi mano sobre su hombro para detenerlo en seco. La Silueta desplaza mi mano con violencia y se planta a diez centímetros de mi nariz (quienes han sido testigos de mi trompa, sabrán que nos separaba al menos un metro).

“¿Qué pasó, chavo?”, me pregunta con un tono seco y enérgico.

Permanezco inmóvil mientras intento enfocar la vista. Tardo unos segundos en reconocer las puntas agudas que dan forma a su gorra y el semblante hostil que la sostiene.

“¿Se encuentra usted en estado de ebriedad?”, cuestiona mientras que esboza un conato de sonrisa.

No respondo. Acerco mi dedo índice a la leyenda de la Secretaría de Seguridad Pública inscrita en la placa para cerciorarme de que mis ojos no me están traicionando, en un ejercicio similar a la lectura Braille. La Silueta me interrumpe sujetando mi antebrazo con ambas manos. Sacudo sus pezuñas de encima empujándolo del pecho, en un reflejo que responde a la repulsión instintiva más que a un guiño violento.

“No puede caminar por la vía pública en estado de ebriedad”, me grita a la par que pone su mano sobre la funda de su pistola.

Miro directamente a ese par de ojos negros y la inexpresión que comunican me remite a las palomas.

Antes de que el desencuentro logra escalar a la primera plana de una publicación amarillista, una travestí de minifalda blanca y tacones de aguja rojos se desliza del interior de un vocho amarillo que está estacionado justo debajo del letrero del Teatro Fru Fru, desdoblándose lentamente para adquirir una dimensión sobrehumana. El burócrata que se encuentra en el asiento trasero permanece con la mirada al frente, completamente pasmado, no sé si por el placer o la culpa, si acaso sabe diferenciarlos. La santa bebedora agita su cabellera en el aire y endereza su columna para multiplicarse en la atmósfera. Le da un sorbo a su ánfora, pasa su muñeca por los labios y dirige sus ojos a la esquina donde nos encontramos la silueta y yo.

“Cariño, no te dejes intimidar por ese acomplejado, que no tiene la autoridad para reprimir un deseo. Te lo digo yo que soy la novia de Ebrard”, asegura con la convicción de los justos.

El asombro se apodera de mí. La observo con un par de ojos colmados por la admiración y la simpatía. Las carcajadas salen a raudales de mi garganta y junto las palmas para ovacionar lo que resulta ser mi primer momento Almodóvar.

—¡Métete a tu bocho, pendeja!  —refunfuña la Silueta con una voz quebrada.

—¿Por qué no vienes conmigo?, baby. La última vez hasta te quité lo cerdo —le revira con una sonrisa desafiante.

La Silueta sale a su encuentro y pronto el intercambio de palabras se torna en jaloneos y  empujones. Justo antes de ofrecer mi persona en defensa de mi madrina, las puertas del teatro se abren y salen decenas de drags, locas, freaks, vestidas, reinas y demás gemas del excentricismo mágico capitalino para intervenir la escena y arroparnos con su presencia llamativa. La Silueta, abrumada por los insultos y aquel majestuoso despliegue de individualismo, se aleja corriendo por Donceles sosteniendo su gorra con ambas manos.

Choco mi ánfora con la de la Santa Bebedora y permanecemos todos —todos excepto el burócrata que ahora cubre su rostro con su saco— aglomerados alrededor del vocho destartalado para celebrar nuestra victoria minuta, lanzando destellos de júbilo hacia lo más hondo de la noche citadina.

“¿Dónde estás, tío?”, interroga el mensaje de texto de Álvar.

“En la única patria que reconozco”, respondo para mis adentros, satisfecho por el inusitado sentimiento de pertenencia que acompaña mi asertividad.

Incluso después de muerto volveré a Donceles y Xicoténcatl, aunque sea para saciar esa necedad natural del junkie en su eterna persecución de las primeras sensaciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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