El hijo bastardo de Santa [extracto de Jet Lag. Moho, 2013]

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La primera vez que experimenté en carne propia las consecuencias negativas de mi bagaje étnico-cultural fue en diciembre de 1981, a mis siete años, pocos meses después de mi llegada a México. Recuerdo haber quedado inmóvil, con las palmas pegadas sobre la vitrina del Liverpool, completamente absorto por las brillantes esferas doradas y rojas, las estrellas y las luces de colores que brotaban del enorme pino penetrando mis pupilas como dagas de caramelo. Por primera vez me sentía embriagado. Lo único que conocían mis ojos era los tenues amarillos de las dunas y el azul profundo del Mediterráneo de mi natal Ashdod. De pronto apareció un sujeto regordete por detrás del árbol. Me sobresalté, aparté mi frente y solté mis manos del vidrio: hasta ese momento los únicos adultos que había visto en pijama eran mis padres y, quizá, mis abuelos. Aquel señor de gorro y barbas blancas me señaló con su dedo índice e inmediatamente extendió sus brazos con la intención de exponer la gran cantidad de regalos que descansaban debajo del árbol. Luego acarició su barba, se frotó el estómago al tiempo que se regocijaba con una risa que no alcanzaba a oír del otro lado del cristal. Al igual que Nixon, su sonrisa y su mirada no cuajaban. Sentí una mano sobre mi hombro. Era mi madre.

—Tenemos que irnos, papá nos está esperando en el auto —me dijo.

—Pero creo que el señor quiere darme esos regalos —le contesté y lo señalé con una mano temblorosa.

—Cariño, esos regalos no son para ti —me contestó, acarició mi frente y sonrió un tanto apenada.

Barrí con la mirada aquel árbol fotogénico y sus destellos hipnotizantes antes de seguir a mi madre, sin soltar de vista al hombre del pijama rojo, quien se alejaba de mi alcance físico y conceptual con cada paso de mi madre.

—Tu abuela está preparando levivót (tortas de papa) —aseguró guiñeando el ojo en un intento fútil por animarme.

Cuando cerré la puerta del auto sabía que había perdido algo que, en realidad, nunca me había pertenecido.

Las levivót son un alimento tradicional de Jánuca, una festividad judía que por lo general coincide con la Navidad. Algunos confunden Jánuca con una especie de Navidad judía, pero en realidad lo que se celebra durante “la Fiesta de las Luminarias” es la victoria de un pequeño grupo de rebeldes judíos —los macabeos— sobre el ejército de Antíoco IV Epífanes, el rey del antiguo Imperio Asirio, que saqueó Jerusalén en 164 a.C., prohibió la práctica del judaísmo y obligó la sustitución de las tradiciones hebreas por las helénicas. Cabe mencionar que Jánuca, como toda celebración, es una simplificación de un suceso histórico mucho más complejo. Además de las revueltas antiimperialistas también se desencadenaba una cruenta guerra civil entre los macabeos y los judíos helenizados. Pero bueno, nada que una dulce sufganiá (panecillo relleno de mermelada) no pueda opacar. Jánuca se celebra a lo largo de ocho días en los que se enciende una vela cada noche sobre un candelabro llamado januquiá. Esta tradición conmemora el “milagro de Jánuca”, el del pequeño jarrito de aceite que logró mantener iluminada la menorá (lámpara) durante ocho días en el Templo sitiado y recién reconquistado por los macabeos. Los niños, además de una dieta peligrosamente alta en carbohidratos, reciben una perinola de cuatro caras que llevan la inscripción de una letra en hebreo que en conjunto forman las siglas de la frase “un gran milagro ocurrió allá”, aludiendo al jarrito de aceite.

Lo que yo tenía completamente claro aquel día al entrar en casa de mis abuelos era que ni veinte toneladas de tortas de papa y de panecillos dulces ni dos contenedores de perinolas iban a aquietar mi más reciente descubrimiento sobre el fenómeno llamado Navidad y Santa Claus. Lo último que pasó por mi mente al prender la vela de la januqiá era la soberbia de Antíoco o la Jihád de los macabeos. No podía sacudir la imagen de ese árbol majestuoso que se proyectaba frente a mí como la versión infantil de un delirium tremens.

Mastiqué a duras penas un trozo de levivá tibia y observé con desdén la perinola que descansaba inanimada al lado de mi plato. Mi abuelo estaba sentado frente a mí, entretenido en algún párrafo de un ejemplar viejo del New York Times. Era originario de Filadelfia y veterano de la Segunda Guerra Mundial. Había visto una dosis suficiente de muerte como para desechar la idea de la posible existencia de cualquier dios. Lo mismo le daba Jánuca, la Navidad o el Ramadán. Entré en el cuarto de visitas, cerré la puerta y me apoyé sobre el marco de la ventana para observar desde la oscuridad el edificio de enfrente y las familias que bebían y comían en aparente armonía dentro de sus aposentos iluminados. Todo parecía tan alegre, cordial. Perfecto. Daba la impresión de que aquellos seres extraordinarios habitaban un mundo paralelo al mío. Me alejé de la ventana y me recosté sobre el diván antiguo de mi abuela para lo que sería, sin darme cuenta, mi primera sesión psicoanalítica. El 24 de diciembre de 1981, bajo el manto de la nochebuena defeña, sentí por primera vez los límites, anteriormente invisibles, de la otredad y cómo me encapsulaban dentro de una minoría (aquí habría que sustituir la palabra otredad por “regalos y luces” y minoría por “casa de mis abuelos”). Los dos años que seguí en México pasé la Navidad jugando con mi vecino Ahmed. Supongo que ambos nos sentíamos unidos por nuestra orfandad cultural de temporada. Sin la intención de obedecer a un estereotipo chusco, casi siempre jugábamos con pistolas y cuchillos.

Diez años después de estar al margen de la Navidad y ya equipado con un agnosticismo propiamente labrado y el cinismo de mi abuelo, volví a México. Si bien Jánuca y la Navidad habían perdido para mí toda su connotación religiosa, para mi sorpresa, y a pesar de los años, la noche del 24 me invadió el mismo sentimiento de exclusión. Los años que siguieron me hice de un elenco de misfits navideños que incluía a Oren, Hina, Tarek y Alberto. Oren y Hina eran una pareja de (judíos ateos) amigos míos de la infancia; Tarek (musulmán ateo), un brillante antropólogo marroquí que vino de Berkeley para cumplir con su trabajo de campo para su doctorado, al igual que Alberto (adventista del Séptimo Día), sólo que éste nació en California. Conscientes de que encarnábamos a la perfección a los protagonistas de todas las bromas religiosas jamás hechas y por hacerse, cada nochebuena abordábamos religiosamente el quebradizo Tsuru celeste de Oren y Hina para surcar la ciudad en busca de un bar-orfanato que nos diera asilo. En una ocasión dimos con un pequeño tugurio que se escondía en una diminuta calle que cortaba Insurgentes. “Abierto en Navidad”, decía el anuncio de neón naranja. “Allí está nuestro oasis”, señaló Tarek, y todos soltamos un grito de júbilo como si en realidad estuviéramos perdidos en el Sahara. El lugar era tan oscuro como una taberna inglesa. Sólo dos de las siete mesas estaban ocupadas. En una se encontraban dos diplomáticos nigerianos y en la otra una joven pareja de sinaloenses. El dueño era un junior danés de origen iraní que había llegado al país en 1989. Se sentó en nuestra mesa para platicarnos cómo dio con México durante un viaje de negocios que hizo a Cancún, donde se enamoró perdidamente de su actual ex. Tarek se encargó de invitar a Emmanuel, Kingsley (los diplomáticos nigerianos), Adriana y Juan Carlos (la pareja de Sinaloa) a nuestra mesa. En un abrir y cerrar de ojos nos convertimos en los tripulantes de un buque pirata respetable. Los ecos de aquella nochebuena de 2005 retumbaban en mis aposentos melancólicos mientras caminaba solo por el Parque México de la colonia Condesa la noche del 24 de diciembre del año pasado. Oren y Hina se mudaron a Guatemala, Tarek consiguió una plaza de docente en la Universidad de Houston y Alberto se casó y se fue a Montreal. Me detuve frente a un enorme árbol navideño, hipnotizado por su luminiscencia. Imaginé una mano sobre mi hombro. Era mi madre. “Eso no es para ti”, la oí decir. Me es inevitable: siempre que me llega el olor a pino me invade una sensación de pérdida.

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